La mastodóntica oficina de objetos perdidos siempre está colapsada. Acoge todo tipo de cachivaches olvidados que, como las olas del mar, arriban a las estanterías acunados por la cadencia amnésica de los vecinos. Curiosamente, lo que más abunda en los almacenes no son los objetos sino los cientos de empleados que un día trabajaron allí. Unos olvidaron el camino de vuelta cuando fueron a guardar algo; otros se toparon con un amor de juventud escondido detrás de unas novelas; alguna se enamoró de un maniquí especialmente atractivo; otro, al fin halló el tiempo que había consumido en tontos afanes. Desde entonces, los exempleados deambulan por los pasillos, observando con placer todo lo guardado. Un antifaz de gato, unas canicas de colores, un patito de goma, ¡mira!, un sueño con las alas rotas y, el que sea, se lo lleva para cuidarlo hasta que se recupere. Sin prisas. Es un submundo con sus leyes, su idioma, sus acogedores dormitorios hechos con mantas de picnic y almohadones desparejados. Podría decirse que es un mundo feliz. Fuera, todas las mañanas, el Ayuntamiento contrata nuevo personal para atender la Oficina pero, pronto se pierden dentro de ella los recién contratados. La ciudad se va quedando vacía. Al límite de la despoblación, un día, el Alcalde decidió contratar a un estudiante extranjero que, —supuso él—, sin el lastre de la idiosincrasia olvidadiza de su urbe, recuperaría con diligencia a trabajadores y objetos. Pero, en menos de lo que se dice “erasmus”, el chico se adaptó con pasmosa facilidad a los usos y costumbres del lugar. Bueno, también influyeron los besos de una bella trapecista que había quedado perdida y clasificada en el pasillo 304 tras el paso del Circo Budapest hace dos veranos. ¿O hace tres? Ya no me acuerdo.
