
Recuerdo a Madre llevándome de la mano ante un hombre con cuernos, vestido con pieles ante una cabaña repleta de niños. Y a todos nos decía lo mismo: «No te preocupes, chaval, que esto durará poco. Si sigues vivo cuando acabe la escuela, la quemaremos todos juntos». Yo sabía que los adultos la habían construido la noche de antes, con rituales sombríos y palos extraídos de la zona de umbría, donde crecían los troncos más flexibles. La montaron a pulso con cuerdas y hojas de palma, a la luz de la luna.
Cuando cesaron sus cantos, pude volver a dormirme. Y a la mañana siguiente la escuela fue lo primero que vi. Y eso que me encontraba en el extremo opuesto de la aldea, separado de ella por nada menos que quince cabañas, con sus respectivos clanes. Pero se me curvó la mirada y cruzó entre ellas como una flecha que supiese esquivar el armazón de costillar y encontrar, con los ojos cerrados, el camino al corazón; como un perro que pudiese olfatear el rastro entre las torrenteras; como una piedra con alas, capaz de salvar los obstáculos subiendo al cielo, trazando una parábola.
Yo amaba la escuela de todas estas maneras. De todas estas formas me acercaba a ella, al romper el alba, como un corzo que saltase entre riscos, como una cabrita que lamiera las piedras del camino, saboreando, en cada una, la sal de una promesa; como una abeja que zumbara del hinojo a la lavanda y al tomillo, o como las gallinas de la aldea, que se detenían ante cualquier matojo y hurgaban entre sus raíces, escarbando alguna quimera. Así me distraía, yo también, en mi paseo a la escuela. De pronto veía a otros chiquillos, inmerso cada uno en sus sueños, y echábamos a correr todos juntos, cacareando como ellas, poseídos súbitamente por un propósito mayor que nosotros, que se abría camino desde nuestras entrañas.
En la escuela primaban la alegría y el júbilo. Recuerdo a dos niñas que un día empezaron a reírse sin razón alguna, o al menos una que fuese aparente para ellas y el resto de nosotros. Cuando, a petición de nuestro maestro, intentaban explicarnos qué motivaba su alegría, sus palabras se trababan y mutaban en risas, así que tenían que explicar sus risas con risas, y nadie era capaz de sacarlas de su tautología. Era tan obvio que las cosquillas de la adolescencia causaban su alegría, que su explicación misma daba risa. Así que, durante unos minutos, todos pudimos reírnos doblemente.
Pero también nos reíamos de los adultos; sobre todo, de quienes hacían su entrada en la cabaña engolados con plumas de pavo real. Era un fenómeno curioso. Aunque en el exterior no los respetara ni el perro flaco que alimentaban, estos hombres y mujeres reclamaban de nosotros que sostuviésemos su impostura con un silencio solemne, digno y sepulcral. Pero cuanto más serios se ponían ellos, más absurda nos resultaba su mentira y más deseábamos romper a pedradas el teatrillo de su autoridad. Muchos murieron ahogados por nuestros escupitajos; muchas lapidadas por la violencia de nuestras carcajadas. Por suerte, los miembros de nuestra familia tenían vedada la entrada.
Y es que, por muy glorioso que fuese el presente o el pasado de las personas que visitaban la escuela, por muy importante que fuera su tarea en la comunidad, todo lo que sucedía en nuestra cabaña respondía al arbitrio de los colegiales. En cierto sentido, conformábamos una sociedad secreta. Además de reservarnos un espacio a las afueras del pueblo, todos los miembros de la comunidad —de los quince clanes— reconocían que, en cuanto pusiesen un pie en nuestra escuela, sus cuerpos y almas quedarían expuestos a los antojadizos deseos que brotaban de nuestras pueriles juegos y formas de sociabilidad. Allí mandábamos nosotros. Podíamos adorar a un ratón de campo tanto como maltratar a un rey.

Todo se lo debíamos a nuestro maestro y su mágico carisma. Las jornadas eran más cortas con él, pero también más largas. Un día fuimos a la selva a talar árboles y nos pasamos las dos semanas siguientes tallando madera, pequeños cubos cuyos lados medían medio palmo nada más. Terminados, cavamos túneles por ellos, para que pudiesen atravesarlos unas canicas de piedra que también creamos nosotros, con herramientas viejas: un pequeño martillo, un cincel minúsculo, piedras redondas y duras que apretábamos contra otras superficies para pulirlas. Con estas piedrecitas y estos cubos hacíamos laberintos, castillos de canicas que valorábamos más cuanto más complicado e imprevisible fuera su recorrido, la sorprendente articulación de sus curvas y sus rectas. Al caer la noche, los destruimos. «Ni la canica sabe, desde dentro, el camino oscuro por el que transcurre su vida; ni lo sabe tampoco quien vea la construcción desde fuera. Sólo lo sabéis vosotros, puesto que lo habéis diseñado.»
Eso era la educación para él. Hubo laberintos casi mágicos, estructuras que parecían desafiar las leyes de la física mediante juegos ópticos e imposibles perspectivas. Lo que nunca logramos fue que las canicas remontaran la pendiente, como sí lo hacían el recuerdo y la memoria.
Además de enseñarnos a hacer sombras con las manos, además de inventar obras y fabricar teatros, nuestro maestro nos inició en la poesía espontánea, invitándonos a articular con voz firme y mirada perdida lo primero que nos pasase por la cabeza. Una tarde, a modo de ejemplo (y sin dar la sensación de que era él quien nos hablaba), el maestro nos contó que de niño se hizo un corte, que se le infectó con arena, y que la herida creció tanto que los gránulos se convirtieron en piedras con las que pudo, al fin, llenar la grieta que partía en dos la realidad. «Así reactivé el comercio entre las dos partes del mundo. Desde entonces, podemos vivir en paz». Al escucharlo, comprendí que los ladrillos gigantes con los que suturó la herida del universo tenían que ver con su magia, con sus cuernos de ciervo y sus harapos, con la pintura que extendía por nuestros rostros con sus manos, con sus disfraces, con sus cantos, con sus bailes, sus leyendas, las contorsiones de su cuerpo, con su generosidad.
La noche que quemamos la escuela, ardieron en su interior los cuerpos de quienes no lograron sobrevivir. Acompañados por nuestras familias, miramos la pira de fuego que subía hacia el cielo en el claro del bosque mientras las almas de los niños y niñas que fuimos iluminaban el rostro de los hombres y mujeres en los que nos acabábamos de convertir. Al cabo de unos minutos, quedó tan sólo un montón de cenizas, y éste se filtró en la tierra con las primeras lluvias. Así también, con la caída de la noche los recuerdos penetraron mi conciencia y tomaron posesión de mí.
Al poco, nuestra comunidad dejó de construir más escuelas. La palabra misma fue abolida y pasó a declararse tabú. Como resultado, el poblado y la selva, el futuro y el pasado, estuvieron más separados que nunca. En algunas ocasiones me coloqué falsos cuernos sobre la cabeza e inventé poemas con mis hijos, mas ya nunca fue lo mismo. Ocurría a veces, sin embargo, que, mientras paseaba con ellos por la selva y mirábamos los insectos y los pájaros, percibía algo a mi alrededor que me decía que estábamos sobre la senda que antaño llevaba a mi antigua escuela. Podía ser cualquier cosa: una colmena abandonada en la sombra de un tronco, el excremento de una cabra o de un corzo, la cáscara rota de un huevo que hubiese devorado una urraca, o el matojo seco de una planta de lavanda o de tomillo cuyos efluvios ya se no se pudieran sentir. Mis hijos desconocían que por allí se fuera a una escuela; bien, daba lo mismo. En eso consistía envejecer: en saber que lo que ayer fuera inmóvil, anteayer fue un camino. Estoy seguro de que otras sendas se abren hoy en el rocoso centro de la selva. En aquella cáscara, en aquel excremento, en aquella colmena, en todos aquellos indicios reconocía yo la base de las columnas —hoy destruidas— sobre las que solía apoyarse la bóveda de nuestro mundo. Y, como un arquitecto fantasma, reconstruía aquel templo en el aire, aunque fuese por unos segundos.
abril de 2025
