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Para cuando Perro blanco (White dog) se estrena en Europa en 1982, hace ya tiempo que su director, Samuel Fuller, ha adquirido una reputación controvertida por su obra, elogiada por Cahiers du Cinéma –de quienes llegará a introducir un chiste en la propia película- desde los años sesenta. Sin embargo, en Estados Unidos la película nunca se distribuye en salas, hasta el punto de que hay que esperar dos años para que –en una versión, por otra parte, lamentablemente mutilada- se proyecte en uno de esos canales estadounidenses por cable, debido a la previsible polémica que podía suscitar, incluso en los círculos más progresistas del país. Fuller suele considerarse un cineasta de denuncia, aunque yo he insistido, no pocas veces, en que se trata más bien de un crítico feroz de todo sistema, que tiende a cortocircuitar las ideas aceptadas en cada momento. Formado en círculos periodísticos desde los quince años, pero también por su experiencia de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual filmó la liberación de los campos nazis, Fuller maneja su cámara como un novelista lo haría con su pluma. Se trata de un extraordinario contador de historias, que se ha pasado la vida perturbando la (buena y mala) conciencia estadounidense y exponiendo en su obra los aspectos más reprimidos de toda una civilización: «Una película es un campo de batalla: amor, odio, violencia, acción, muerte, en una palabra, emoción». Éstas son las palabras que Fuller, en uno de sus papeles como actor, dirige a Jean-Paul Belmondo en Pierrot le Fou (Jean-Luc Godard, 1965). El interés del cine de Fuller reside, pues, en la feliz complementariedad entre esta emoción buscada y una cierta dosis de reflexión, combinación sin duda necesaria para que florezca el talento.
Lo que Fuller, pienso, quiso mostrarnos, y de una manera cinematográfica tan personal, son los numerosos males de una sociedad, bien se tratara del pérfido espionaje soviético (Manos peligrosas, 1953), la locura sin remedio (Corredor sin retorno, 1963), la prostitución y la pedofilia (Una luz en el hampa, 1964) y, naturalmente, el racismo (Perro blanco), a pesar de las dificultades crónicas que encontró siempre para financiar sus películas. Para Fuller, el mal es el rechazo del otro. Así, Corredor sin retorno nos mostraba, veinte años antes de Perro blanco, el personaje de un negro alienado que se juraba racista durante memorables ataques de delirio, gracias a los cuales Fuller era capaz de tratar el racismo y sus consecuencias en términos patológicos. Su intervención como guionista en la calamitosa El hombre del Klan (Terence Young, 1974) la dejaremos para otro momento, aunque pretendiese ir también en esa dirección. En Perro blanco, el director explora la violencia asesina de un perro enfermo hacia los afroamericanos con los que se cruza. Para el perro blanco, el Otro es el hombre negro, y sólo él. A Samuel Fuller le intriga esta violencia racista, basada en el odio más irracional, y así lo expuso en una antigua entrevista: «Nuestro país es un zoológico. Lo que me fascina es cómo la gente, por el color de su piel, puede llegar a ser tan violenta, estar tan llena de odio». En cualquier caso, la violencia sigue siendo el tema favorito del director, una violencia que existe entre los seres, mimética. De un modo alegórico, pero que jamás peca de moralista, Perro blanco simboliza al ciudadano que ha devenido racista por su propio adiestramiento desde la infancia, condicionado para atacar hasta muerte a un negro.
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La película es una fábula sobre el racismo y su siniestro corolario, el linchamiento, para la que Fuller decide alojar valores metafísicos en un perro sin alma. Como era de esperar, en su cine, esta violencia hacia los demás suele ir acompañada de una fuerte dimensión melodramática. Perro blanco también tiene su parte de tragedia, entre un animal enfermo de violencia, un adiestrador decidido a enderezarlo (extraordinario Paul Winfield) y la dueña del perro (Kristy McNichol, en el papel de su vida) que insiste en ver en la criatura un alma buena, por pervertida que parezca su conducta. Todas las esperanzas de los personajes convergen en el animal, en este perro cuya agresividad es tan humana, creando una tensión dramática que sentimos de principio a fin. Porque un perro no puede ser racista, nos decimos. Sólo sus antiguos amos podrían serlo (la aparición, cerca del final, del dueño original, interpretado por un aterrador Parley Baer, presumiendo del adiestramiento dado al perro, es impagable). Un espíritu maligno está aprisionado en su cuerpo, una especie de fantasma en la máquina que no se puede extirpar, y el papel de Keys como adiestrador es casi el de un exorcista. La tragedia reside primero en la existencia de un racismo arraigado en un pobre perro, y luego en el final más patético posible, típico del cine de Fuller: el perro es sacrificado, ante lo irremediable de su conducta.
Evidentemente, la otredad es un componente esencial en el estudio de las relaciones raciales. Si nos fijamos en el perro creado por Fuller, veremos que el rechazo de la alteridad por parte del animal se asemeja a una reacción instintiva ante el signo físico de la piel negra. Los perros no utilizan sus emociones, y mucho menos sus reflejos, sino un instinto, un reflejo condicionado cuando ven el cuerpo o la cara de una persona negra. El perro, un labrador de inmaculado pelaje blanco, ataca a los hombres y mujeres negros que encuentra a su paso. En la película, esta violencia canina (y por tanto humana, para Fuller) se manifiesta tres veces, y la tercera víctima no sobrevive a sus heridas. El cineasta envuelve estas escenas de ataque en una atmósfera de lo más amenazadora, filmando a su vez los colmillos del perro y los rostros descompuestos por el miedo de sus víctimas. El perro es un asesino en ciernes, una bomba de relojería cuyo alcance la dueña no puede siquiera imaginar. Ya el primer ataque racista, que padece en sus carnes Molly (Lynne Moody), nos lleva a los umbrales del cine de terror.
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Cabe señalar, por supuesto, que la película se basa en la novela semiautobiográfica de Romain Gary. Gary vivió durante un tiempo en Los Ángeles con la actriz Jean Seberg, que había adoptado sin saberlo un perro blanco. En la película, coescrita por Romain Gary y Samuel Fuller, el novio de Julie, Roland (Jameson Parker, que parece interpretar al novelista lituano), le dice que haga sacrificar al perro. Para Julie (Seberg, en la novela), esto está fuera de lugar por la única razón de que la malicia del perro hacia el negro es patológica y, por tanto, reversible. Esta escena pone el dedo en la llaga sobre el elemento crucial de la película: el aprendizaje sobre el racismo, más que el racismo en sí, tema favorito del cine de Hollywood, que durante mucho tiempo se contentó con mostrarlo sin explicarlo ni problematizarlo. Julie desautoriza al perro y acusa a su dueño de haberle inculcado el odio a los demás, un dueño que reaparece en la película y al que Julie califica de enfermo mental. Julie defiende incansablemente a su perro que, como un héroe, la ha salvado de ser violada al principio de la película, atacando a su agresor. El perro es un animal fiel a los ojos de su dueña, que considera que su psique perturbada no es más que una enfermedad pasajera. Entonces, Julie lo compara con un perro traumatizado por individuos perturbados. En ningún momento siente repulsión por un perro asesino y que Fuller retrata en pantalla como un animal sanguinario digno, como he dicho, de una película de terror. Por cierto que, poco antes, habíamos visto a otros congéneres caninos, de similares dotes para el violencia, ora entrenados por dictadores latinoamericanos como es el caso de El perro (Antonio Isasi-Isasmendi, 1976), ora manadas acuciadas por el hambre y ávidas de muerte y destrucción como las que protagonizan The pack (Robert Clouse, 1977).
En una escena altamente simbólica, que sugiere una intimidad antinatural, el espectador del filme de Fuller observa cómo Julie lava amorosamente el pelaje manchado de sangre de su perro blanco, cuya violencia ha golpeado de nuevo, aunque ella no lo sepa todavía. Julie, como una madre preocupada por su hijo, sólo quiere que traten a su perro enfermo, así que decide llamar a un especialista. Será en el centro de adiestramiento donde ella misma establezca el vínculo, hasta entonces impensable, entre la violencia del perro y el color de la piel de sus víctimas. El director del centro –uno de los grandes papeles de Burl Ives- le aconseja que sacrifique a su perro lo antes posible, para evitar tragedias de las que podría arrepentirse. Con una mezcla de persuasión y compasión, el experto destila sus consejos en voz baja y rasposa, prefigurando para el espectador el destino final del perro. Sin embargo, Julie exige con obstinación que salven a la criminal bestia. Justo en ese momento, el perro –afortunadamente con bozal- arremete contra un empleado negro del centro que grita, como si fuera un chibolete definitivo, perro blanco, mostrando una vieja cicatriz en la pierna que debe a uno de esos animales al que conoció cuando era joven. El adiestrador, Keys, cuyo nombre evoca irónicamente la esperanza, la clave, de una resolución final, se da cuenta entonces de que se enfrenta a un auténtica máquina de matar, a la que querrá reconducir a toda costa tras dos fracasos anteriores. Le explica a Julie que este reacondicionamiento sistemático de los perros blancos acabará por desanimar a los paletos blancos del Sur y, en última instancia, hará retroceder el racismo. Bendecimos su idealismo, claro, al mismo tiempo que comprendemos que yerra. Keys, también afroamericano, hará por tanto del adiestramiento de la criatura su cruzada personal.
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Anteriormente formado en la escuela de antropología, se dedica ahora al adiestramiento de perros. ¿Es esto una admisión de fracaso en la reforma de la mente humana? Keys ve ciertamente al perro como una presa más dócil que el hombre, más maleable. Sin embargo, el reacondicionamiento del perro tendrá lugar de forma violenta y bélica. Muchos planos muestran a Keys, irreconocible bajo su casco y sus protectores de cuero, en un agotador combate cuerpo a cuerpo con el perro, en medio de una cúpula que se parece mucho a una arena de gladiadores, un espacio definido donde víctima y verdugo se enfrentan a puerta cerrada. El objetivo de Keys es agotar física y mentalmente al perro, para que se canse de su propio odio a través del contacto con el objeto odiado. Las sesiones de reacondicionamiento establecen así una rutina relativamente tranquilizadora en la economía de la película, intercalada con episodios más angustiosos en los que el odio renovado del perro resurge, aflorando en su conciencia. El recuerdo de un viejo mediometraje de Fuller, Dog Face (1959), sobre un perro adiestrado por soldados alemanes y que debe ser eliminado por el ejército americano, recorre el celuloide.
Keys puede utilizar la fuerza para conseguir sus fines, pero tiene un agudo sentido de la psicología animal. Le explica a Julie que la reacción del perro ante el hombre negro es puramente visual (y no racial como en los humanos) porque los perros ven en blanco y negro. El perro blanco ha sido adiestrado desde muy pequeño y su odio hacia los negros se remonta, sin duda, a un incidente traumático cuando el cachorro fue pateado por un hombre negro en un proceso creado por su amo. El miedo del cachorro se convirtió entonces en odio hacia los negros, un odio que dejaría una huella duradera en su mente. Como bien dice Julie, el perro ataca antes de ser atacado, en una reacción de autodefensa contra un Otro que mentalmente se percibe como una amenaza. Este es el alcance del reto que Keys se ha impuesto a sí mismo. El des(a)nudamiento del perro blanco no será fácil, ya que el animal se debate entre una naturaleza corrupta y un sistema de adiestramiento que pretende destruirlo.
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¡Cuánta violencia pasa ante nuestros ojos al intentar dar la vuelta a la naturaleza y erradicar a ese Hyde canino en favor de un más inocente Jekyll! Fuller capta con genialidad la agitación interior del perro blanco tal y como el novelista Gary, amigo suyo de toda la vida, había descrito en su novela. Finalmente, Keys establece una relación íntima con el perro para que vea en él a un hombre y no ya a un hombre de color. El perro parece dejarse domesticar tras un gran esfuerzo, habiéndose forjado una relación afectiva en el transcurso del aprendizaje. Keys sabe que la única manera consiste en enseñarle el carácter singular de cada ser humano. Al final de la escena clave en la que Keys muestra al perro su barriga negra, el animal acaba amando a su amo y a sus amigos negros. Sin embargo, paradójicamente, el adiestramiento resulta ser un fracaso, ya que el odio hacia el negro se invierte y se transforma en odio hacia el blanco (recordemos que el perro ve en blanco y negro), ya que el amor hacia uno implica, por la naturaleza infectada del infeliz animal, el odio hacia el otro. El perro ya no podrá ver a su ama sin ladrar y acabará atacando al director del centro de adiestramiento. Una generalización es sustituida por otra. Keys no tiene más remedio que disparar al perro, dándole muerte, en una escena filmada en un plano final, con el animal tumbado en medio de una cúpula gigantesca, aún con los colmillos a la vista; su cuerpo blanco e inerte perdido en la lejanía mientras la vida se aleja de su cuerpo en últimos y definitivos suspiros.
Entonces, sobreviene el temor a la revelación: ¿acaso no podría ser el otro mi doble? Incrédulo, el espectador se pregunta qué moral ha querido asociar el director a su obra. Me parece que las preguntas eclipsan las respuestas en esta película que se pregunta si se puede desarraigar el racismo. O si puede reeducarse una mente racista. Si insistimos en encontrar respuestas a estas preguntas, debemos enfrentarnos a los hechos: para Fuller, el racismo inculcado en la infancia no tiene cura, y el odio hacia los demás persiste, aunque cambie el rostro del Otro. El pesimismo extremo de Fuller se opone a las teorías más optimistas de los liberales estadounidenses, infatigables biempensantes que creen que los delincuentes de todo tipo pueden ser reformados por el Estado y la buena voluntad de organizaciones con vocación social. No existe, o no para ciertos crímenes, la reinserción, decimos quienes creemos, como lo hace el propio Fuller, que la naturaleza no prima sobre la cultura, en la medida en que se supone que el perro blanco es bueno de nacimiento. La cultura, es decir, el entorno familiar, pervertirá al perro desde sus primeros años. Los perros blancos no son intrínsecamente malos, sino que son utilizados como armas en manos de sus amos, corrompidos y convertidos en monstruos por un proceso educativo vuelto del revés. Para Fuller, el racismo es, pues, una cuestión de duplicado sociocultural, que causa estragos en un ciclo sin fin, de generación en generación. Desarraigar la violencia es una ilusión. Por eso esta película antirracista, que no cree en el ser humano, no deja de asustar e incomodar. Perro blanco es una confesión de fracaso. Sólo un dios puede salvarnos todavía.
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El espectador se sobresalta, incluso se aterroriza, ante la idea de que este perro asesino pueda atacar en cualquier momento. Perro blanco podría asemejarse a una película de terror, donde el mal asesina sin previo aviso. Fuller juega con los resortes del suspense dramático, aumentando la tensión nerviosa del espectador cuando un niño se libra por poco de ser visto por el perro, o cuando un policía llama a la puerta del centro de adiestramiento para pedir una información inofensiva al director del centro, que ya tiene un asesinato sobre su conciencia. Porque el perro se ha escapado y ha matado. En una secuencia cinematográfica brillantemente escenificada, el viejo Sam Fuller nos presenta a un animal cuya macabra treta desemboca en una fuga, y luego en tragedia: el perro, un auténtico psicópata urbano, persigue a un hombre negro hasta una iglesia, dejándolo inerte en el suelo, bañado en su propia sangre. La criatura, teñida toda de bermejos fluidos, aparece entonces como un monstruo, en contraste con Keys, que llega a la escena cuando ya es tarde y llora resignado, en una escena en la que su rostro ocupa toda la pantalla, de modo que el espectador no ve el cadáver del hombre asesinado, sino sólo su sangre en el hocico del animal. Keys llora en una iglesia donde su hermano de color se ha refugiado en vano: esta escena es un contrapunto excelso al horror cinematográfico.
Película maldita donde los haya, obra maestra absoluta de su década y de su director, Perro blanco deviene, ella sola, un objeto fílmico extraño, brutal y ferozmente inteligente, que coquetea con el cine más violento de su época, se aleja de él y a él retorna, para rechazar, por último, sus engañosas convenciones con un consumado arte de la ambivalencia y la distancia, pero haciendo gala, a su vez, de una distancia siempre más seria que irónica. El arte de Fuller es mucho más hábil cuando lo coloca bajo un exterior en el que parece filosofarse siempre a martillazos. El uso de la Steadycam, que permite a Fuller variar los tempos y encuadres de su película, pasando de la fluidez simpática de un paseo con el perro a la perturbadora intrusión del monstruo en la intimidad; una aproximación creativa a los códigos tanto del cine de género como del cine de tesis y, por último, a una forma de expresionismo ya ilustrada en el cine anterior de Fuller, donde la embriagadora partitura de Ennio Morricone –uno de los grandes compositores de la historia del Cine- subraya una emoción a medio camino entre el horror y una cierta melancolía ante un mundo que, decididamente, debería ser mejor, pero no puede. Todo ello forma parte de una dirección audaz y generosa, en la que ni el uso de cierto simbolismo ni algunos trucos (como la huida del perro) interfieren en los prototípicos modos y maneras de Fuller.
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Con él, el aspecto sensacional de la imagen ilustra siempre una reflexión sobre la naturaleza humana. El perro revela el estrecho margen que separa la civilización del salvajismo y representa un mal incognoscible, reprimido, que escapa a la comprensión tanto de los protagonistas como del público. Si se quiere rehabilitar al hombre, hay que cambiar la sociedad en su conjunto, y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerlo entonces, a principios de los años ochenta (como demuestra el hecho de que la película no se proyectara, revelando toda suerte de tabúes seculares), ni mucho menos ahora. Incluso Europa, otrora indiscutible cuna de civilización, parece ahora en grave riesgo por la proliferación de partidos extremistas, a un lado y otro del espectro político, y la amenaza sempiterna del fundamentalismo. Digámoslo de una vez por todas: Fuller no sólo niega la posibilidad de una salida humanista a la abyección, sino que, pmpasible, observa el esbozo y el desenlace de una tragedia que apenas ha comenzado; la cita perdida entre dos promesas de fidelidad al hombre y a su mundo, la inconveniencia de dos absolutos erigidos por la cinefilia y la cultura contemporáneas: la necesidad de un cine explícitamente político y la exigencia de verdad, quizá algo más inevitablemente cínica, que impregna el naturalismo más noble y errado.
Perro blanco socava a fondo los cimientos sobre los que descansan estos dos ideales, poniendo de relieve –con una lucidez dolorosa- la hipocresía de todo cine ideológico (en todas las escalas de su despliegue), que reside esencialmente en la contradicción inexcusable entre el fin (dejar entrever la posibilidad de una salida de la crisis social o política) y el medio (eufemismo de la violencia ejercida por la Totalidad política y cultural, de la que el cine forma parte, sobre lo que se encuentra en los márgenes, y de la que el perro podría ser la encarnación) de tal empresa. A partir de ahí, en los planos finales (que captan, sin otra cosa, la aterradora quintaesencia del desierto en el sentido más americano del término, y, a la vez, de forma paradójica, donde la música de Morricone y el uso de la cámara nos llega a transportar, empero, a los umbrales del mejor cine de Sergio Leone), el frenético estilo de Fuller no tiene nada más que decir: el Séptimo Arte siempre estará alojado entre las rejas y tras la puerta, en la luz cegadora de los proyectores, en la impostura de una utopía ineludiblemente acomodada (la inspiradísima conexión entre la hamburguesa que se le da al perro y el pollo asado y caviar que comparten los invitados), y todos los desechos. El estiércol de esta pantagruélica máquina de ideologías y contraideologías acaba en las fauces abiertas del perro blanco tumbado en la arena, agonizante, que ya no matará a negros o blancos. No hay reconciliación y la verdad que se nos revela, profundamente opuesta a todo idealismo, es dolorosa: la salvación colectiva es imposible, y por tanto el Otro siempre será incompatible con el hombre. O para ser más precisos: el Otro se ha convertido en algo incompatible para el hombre, tras un largo aprendizaje del odio. Los tiempos en los que vivimos ilustran, mucho me temo que a las claras, esta teoría.
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