Jesús Navarro Lahera nació en Toledo en 1975. Tras terminar la carrera de ingeniería en su ciudad natal se mudó a Madrid, donde vive actualmente. Allí completó sus estudios universitarios con una segunda licenciatura en ingeniería y otra en ciencias físicas. En 2020 empieza a formarse en escritura creativa, realizando, entre otros cursos, un posgrado de la Universidad de Alcalá y la Escuela de Escritores de Madrid. En los últimos tres años, entre primeros puestos, segundos, terceros y finalistas, ha obtenido más de cuarenta menciones en diversos certámenes literarios, entre ellos, por destacar alguno, el XI Premio de Microrrelatos Manuel J. Peláez. Además, varios de sus textos han aparecido en diferentes obras colectivas y revistas.
Risas, miedos, anhelos y horrores (Platero Coolbooks, 2024) es su primer libro. En él podemos encontrar más de un centenar de historias breves por las que desfilan todo tipo de personajes. Niños, personas adultas y de edad avanzada se enfrentan, tal y como ocurre en el día a día, a diversos tipos de situaciones. Las hay hilarantes y disparatadas, pero también complejas y tenebrosas, y lo que hacen los protagonistas de estos relatos para resolver sus problemas nos permitirá ver las dos caras que todos tenemos: la luminosa y la oscura. Se trata de una colección de cuentos en la que hallamos humor, ternura, sueños y recuerdos, pero también terror, misterio, olvido y sombras.
Jesús Navarro ha tenido la amabilidad de compartir con los lectores de nuestra sección los siguientes relatos:
Ardor fugaz
Debo admitir que me dejé llevar. Bueno, en realidad no lo pensé, por eso subí a esa habitación de hotel. Solo al ducharme me di cuenta de lo que había hecho, aunque ya era demasiado tarde para echarse atrás. No era para tanto, me dije, así que aún sonriendo salí del baño y me encontré con Ricardo. Iba en ropa interior, y cuando me acerqué buscando su mirada agachó la cabeza y se apartó para dejarme pasar. Justo al colocarme a su lado me detuve un instante. Instintivamente, separé la mano derecha del cuerpo para tocar la suya, y entonces sentí un nudo en el estómago al ver que la apartaba.
Después oí la puerta cerrarse a mis espaldas, avancé hasta la cama y, dejándome caer en ella, me abrí la toalla. Primero recogí mi culote negro del suelo, y luego busqué las medias. Las vi rápidamente, estaban a los pies de la mesilla, junto al sujetador. No pude evitar que un suspiro se escapara de mi boca al ponerme el anillo. Fue en ese momento, nada más cerrar los ojos para no echarme a llorar, cuando empecé a repetirme la misma pregunta una y otra vez: «¿Y ahora qué?».
Sin paz ni descanso
Después de cerrarle el libro, aún con el marcador en la mano y mirando a mi marido, saqué la lengua e hice una pedorreta. Estuve así casi medio minuto, pero él, como era de esperar, siguió roncando como una morsa. Sin dejar de asentir fui a la ventana y la abrí. Contemplé con una sonrisa en los labios cómo se le erizaba el vello de los brazos, aunque volví a ponerme seria al verlo arroparse con la manta. Luego, como otras noches, encendí y apagué repetidas veces las luces. Entonces él, para mi disfrute, pegó un salto en la cama mientras gritaba: «¡Maldita, no vas a dejarme tranquilo ni muerta!».
Por fin duerme
Encendí la luz, me tapé los oídos con la almohada y fui a la cama de mi hermano gemelo. De nuevo se había despertado gritando que la habitación estaba llena de arañas. Desde que hace una semana se quedó a oscuras dentro del ascensor, cada noche teníamos la misma escenita. Aunque intenté convencerlo de que abriera los ojos y me mirase, no lo conseguí. Él, como siempre, continuaba dando manotazos al aire. Yo podía oírle incluso a través de la almohada. No me servía de nada, por eso la puse contra su cara y apreté con todas mis fuerzas.
Crónica de un derrumbe
Ni mi mujer ni yo dimos ninguna importancia a la pequeña grieta que apareció en el suelo del pasillo. Pero luego, cuando llegó el otoño y las paredes empezaron a rajarse, colocamos hojas secas para tapar los huecos. Lamentablemente, con las lluvias todo se vino abajo. El agua entró por los agujeros y formó un río en lo que ya era un barranco.
Para cruzar, rompimos el somier y usamos los listones de madera como puente. Aunque un día la nieve cayó encima, lo partió por la mitad y nos dejó a cada uno en un lado. Desde ese momento, yo me dediqué a cortar las hierbas que crecían en mi zona, y a lo lejos vi que mi mujer plantaba flores en la suya.
Ahora que ha llegado el calor me siento en el sofá, enciendo el aire acondicionado y miro la tele durante horas. A veces me acerco al borde del abismo, aguzo la vista y trato de adivinar quién es el tipo que se baña con ella en la piscina.