Hacía mucho tiempo que no se había visto un extranjero en su villa: ese diminuto poblado de apenas cincuenta habitantes –escondido detrás de una generosa caminata entre monótonos arrozales separado de las calzadas principales – resultaba invisible en los mapas.
Desde la ventana observó al vagabundo que se había apoyado contra la pared de la minka; exánime, la fatiga y el hambre hicieron desmayar al peregrino. Y ella, como pudo porque era menuda, lo llevó al interior junto al hogar.
Vertió agua sobre su boca pero los agrietados labios del hombre la rechazaron; igual pasó con la comida. Sus heridas incomprensiblemente parecieron rehusar los ancestrales ungüentos que le habrían aliviado la fiebre. Concluyó que el viajero había echado a caminar sin otro fin que el suyo propio, el de salirle al paso a la muerte.
Colgó un atrapasueños sobre la cabeza del forastero y exploró en su cesta en busca del hilo adecuado. Enhebró la aguja y esperó hasta que los vio aparecer. Con suma delicadeza fue zurciendo los jirones de vida que iban quedando atrapados en el pequeño artilugio de madera: cosió todos los momentos felices que el andariego echaba de menos para que su corazón –en lugar de agujeros– luciera un alegre parche ornamentado con mil gratos recuerdos; también el resto de sus penas, fantasmas y lamentos pretéritos para que se vieran insustanciales y pequeños.
A tan ardua tarea le dedicó horas, semanas… días enteros.
Cuando volvió en sí no cruzaron palabra. No se hubieran entendido. La pequeña mujer le ofreció un té acompañado de una afable sonrisa. Él, recompuesto, sin saber por qué, la apretó contra su pecho y se fundió en un abrazo de gratitud interminable. Tras eso, con buen ánimo, emprendió el camino que ella había hilvanado cuidadosamente en su memoria para que nunca jamás volviera a extraviarse; el de regreso a casa.