La brasa de la última calada enrojeció fugazmente la cubierta del Prestige II. El capitán lanzó la colilla a aquel océano sin luna y una fuerza sobrehumana lo arrojó después a él por la borda. Solo previó el fastidio de una mojadura.
Horas después le espabiló la quemazón de la sal en los ojos, el tacto del corcho muerto. No había rastro del barco, pero divisó tierra. Un bidón flotaba a la deriva y se aferró a él confiado. Pronto estaría contándolo ante una cerveza rubia en el bar del puerto. Y se le rendirían los ojos como puñales de la Lola. Braceó hacia aquella extraña isla plana, extensa, adentrándose en una sopa cada vez más espesa e insondable. Había bolsas de plástico. Millones de ellas. Con sus vivos colores tiznados de chapapote. Preservativos anudados que le rozaban los labios. Y una marea inquieta de filtros de cigarrillo. Halló también restos del naufragio del submarino amarillo, la camiseta colchonera de Neptuno, la delicada calavera del Comandante Cousteau con gorrito de punto rojo. “Tereftalato de poliestireno”, fue el último destello de su cerebro humano. Luego se le abrieron las branquias y planeó sumergirse; aún pensaba que era un tipo con suerte.