Inmersa en su cháchara, la madre era impermeable a los tirones de manga. Por eso se perdió la batalla de las aceitunas, el naufragio de los mejillones y la conquista de los pepinillos.
El niño miraba al camarero por si era un mago disfrazado haciendo trucos para entretenerle, pero no: su único afán parecía llenar las copas de los mayores. Sin embargo él lo veía claramente, alucinado ante el espectáculo, sin necesidad de una pantalla: los tenedores avanzaban amenazantes entre las copas, las cucharas excavaban tumbas en el mantel y los cuchillos troceaban sin piedad a cualquier aperitivo. Tal era la matanza que la mesa parecía una ensaladilla gigante. Era como un juego sin mandos ni botones, así que decidió usar las manos para participar. Cogió una cuchara y la convirtió en catapulta para poner a salvo a las aceitunas dentro del cenicero. Después, defendió con un cuchillo los mejillones que quedaban flotando en el escabeche de un tenedor lleno de dientes que parecía un tiburón. Se fue animando, se ató una servilleta en la cabeza y, como un pirata de verdad, avanzó hacia la bandeja de pepinillos a la deriva dando mandobles a diestro y siniestro.
La mala fortuna hizo que una de las copas cayera derramando su contenido sobre la falda de la tía Puri. Entonces su madre gritó y, regañándole por no estarse quieto, sacó el móvil del bolso para que se entretuviera jugando. Como un niño bueno.