Tenemos la capacidad de reconocernos en el dolor de las demás. En las vidas adormecidas que vivimos, replegadas en nuestro círculo más cercano de afectos, muchas veces olvidamos esa capacidad que permanece entumecida. Pero existe y es, entre otras, una de las potencias que nos hace humanas. Desconocemos, quizás, la magnitud del dolor que golpea a otra persona, la duración que tiene, la forma en que penetra en lo más íntimo, las secuelas y aprendizajes que deja, el ritmo con el que la cotidianidad incorpora el dolor en cada vida. Pero porque sabemos qué es, porque lo hemos atravesado y hemos sido moldeadas por él, podemos imaginar el dolor de las demás ante la muerte de un ser querido y reconocernos en él.
En esta época de incertidumbres y de máscaras digitales, ese reconocimiento en el dolor ajeno puede ser un antídoto contra el cinismo. Sin embargo, no siempre es sencillo despojarse del adormecimiento cotidiano, que tanto se parece a la indiferencia, porque implica ahondar en nuestras propias heridas, despertar de esa vida fijada en lo inmediato y preguntarnos qué zonas de nosotras mismas se activan cuando nos reconocemos en los duelos ajenos. Somos en común, y así como nuestro lenguaje está atravesado por las palabras de otras, nuestra forma de experimentar el sufrimiento y expresarlo está moldeada por un aprendizaje del dolor que, a pesar de ser individual, es siempre en común. Es por esto que ese reconocimiento es también una potencia política. Porque a pesar de que, en esta nueva temporalidad marcada por la pandemia, nuestras existencias parecen fragmentadas, arrancadas del espacio público, arrojadas a la supervivencia y encerradas en frenéticas «experiencias» digitales, todavía seguimos hablando y escribiendo con palabras en las que resuenan múltiples vidas.
Todavía cuando leemos que alguien escribe la palabra muerte dentro de un texto que, a pesar de la conmoción, celebra una vida que ya no es, sabemos que la persona que, en un impulso hacia la construcción de memoria, se ha volcado en el lenguaje para dejar el testimonio de la pérdida, está sintiendo un dolor que lo detiene todo. Todavía cuando leemos esos textos, conmovidas por unas palabras que en realidad surgen de lo impensable, les hacemos espacio a esas conmociones que detienen el tiempo, a esas formas de expresar el duelo que, en ocasiones, logran asomarse a nuestro propio dolor innombrable. Es entonces cuando, inevitablemente, eso que no podemos decir –y que incluso formando parte de nosotras nos es desconocido– encuentra su cauce en palabras ajenas que se entretejen con nuestros duelos y escriben, también ellas, nuestra memoria.
Desde que murió mi padre, hace 5 meses, son las palabras de otras, escritas en los emocionantes testimonios y homenajes que leo, las que me permiten escudriñar en mi sentimentalidad adormecida. Cuando muere un familiar con quien no se tiene mucha relación, que vive a miles de kilómetros de distancia y que no forma parte de la rutina, es a veces complicado determinar cuál es el lugar del duelo, porque no hay espacios que hayan quedado vacíos ni objetos que hayan perdido, de un momento a otro, su significado. Como lo impensable que es la muerte no puede incorporarse a lo cotidiano de ninguna forma explícita, hay una parte importante del inconsciente que opera como si esa muerte simplemente no hubiera ocurrido.
A veces tengo que arañar la superficie, quitar capas y capas de cotidiana indiferencia, hasta llegar a ese sentimiento indeterminado, donde reposa intranquilo, esperándome, mi difuso duelo a distancia. Y esa especie de yacimiento de la pérdida permanece expuesto mientras escucho cierta música o leo algunos textos, que con palabras de otras me dicen algo de mí misma, me dan el indicio de ese duelo subterráneo que imagino debo estar sintiendo en algún lugar. A veces, cuando hago yoga, insisto en localizar mediante la respiración, el órgano, el músculo, el hueso, donde aún hace presión la muerte de mi padre. Y aunque generalmente fallo en la tarea, como si mis propios movimientos se volvieran súbitamente árboles secos, vuelvo una y otra vez a las palabras que, atravesadas por múltiples muertes, me señalan el lugar en el que brotan nuevas raíces que insisten en multiplicar la vida, que se bifurcan recorriendo profundidades desconocidas, reconfigurando para siempre el territorio de mis afectos: así surge, imprevisible, mi propia escritura del duelo.
A la memoria de Víctor Hugo Canelas Zannier (9/4/1954 – 6/11/2020), que cumpliría años este viernes.