No es fácil hablar de Santa Edith Stein, de la hermana carmelita Teresia Benedicta a Croce, sin que se nos agolpe la historia misma de Europa en su edad más oscura. Hay que rescatar primero a la santa de su santidad, librarla de la implacable mistificación de toda hagiografía, y después hacerlo de la noche y la niebla que cae sobre Auschwitz Birkenau, sobre esa estación término de lo humano, y recibirla de nuevo en el crepúsculo, porque hay tantas cosas de atardecer en la vida de Edith Stein. Desde luego las hay en este trabajo de fenomenología, de una fenomenología realista y una ontología de las esencias que el propio Edmund Husserl había en cierto modo dejado atrás, de tal manera que era un maestro que ya no podía ser seguido, no completamente, por sus mejores discípulos. El punto de partida, que ya es muy subido, da lo que promete e incluso más, cuando propone esta indagación sobre la estructura óntica de lo estatal: «Las teorías sobre el Estado de las más variadas tendencias parten de que el Estado es una forma de la sociedad. Se mostrará de hecho, como un momento ineludible en su estructura, que los sujetos viven en él y tienen funciones enteramente determinadas en su textura. Por eso, una vía de acceso posible cuando se quiere penetrar con la mirada en esa estructura es investigar antes las formas, en principio posibles, de vida común de los sujetos en el Estado. Hay que esperar para ver si con ello se puede alcanzar una caracterización exhaustiva de lo que sea el Estado como tal. De ninguna manera puede darse esto por supuesto[1]STEIN, Edith: Una investigación sobre el Estado. Trotta, Madrid, 2019, p. 17. En tercer lugar, y como se desprende de la lectura de este inicio, hay una dificultad no menor, a la que el traductor José Luis Caballero Bono ha hecho justicia, en esta singular belleza por completo exornada, sin complacencia retórica, a la que se entrega la filosofía fenomenológica, al menos tal y como la practica Stein, muy alejada de las proezas expresionistas de Martin Heidegger, e incluso de las licencias conceptuales que a veces se tomará Max Scheler.
La escritura de Edith Stein es tan pura que sin querer hiere. Pero esta pureza no es sino el producto de una actitud nada natural, de un relativo forzamiento, como saben todos los que, con mayor o menor fortuna, han seguido el sendero del despojamiento fenomenológico, esa aventura en tenaz busca de la cosa misma. Caballero Bono ha realizado un magnífico trabajo de contextualización en su prólogo: «El epistolario de Edith Stein permite comprobar que la redacción de este estudio se distendió entre 1920 y 1923. Por eso, aunque no es un escrito directamente condicionado por su conversión en 1921, y por ello no entra en el programa de «filosofía cristina» que ella se impuso, sí que testimonia una resuelta porosidad ante los valores religiosos y el asunto de la relación del Estado con los mismos.» (p. 11). Por otro lado, Caballero Bono menciona los préstamos debidos por la autora a la reflexión jurídica de Adolf Reinach, que son un todo además con la conversión al catolicismo de la filósofa judía.
Si leemos la correspondencia, y en particular la cruzada con Roman Ingarden, [2]STEIN, Edith: Cartas a Roman Ingarden. Espiritualidad, Madrid, 1998 advertimos que a esas peculiaridades contextuales, que hacen de este texto un entremundo de Stein, hay que añadir su problemático vínculo con Husserl, de quien está ya apartada intelectualmente, y la no menor dificultad de su íntima amistad con el mencionado Ingarden, debido al matrimonio de éste y a su incomprensión del proceso de conversión de Stein y que, como era de esperar en ella, se produce como una vuelta con todo, sin la menor reserva y con un compromiso exento de matices. Otro factor relevante, y que sale a la luz en la correspondencia, es la breve, intensa y también decepcionante militancia de Stein en el Partido Democrático Alemán (DDP), de centro izquierda, en el que no faltaron los intelectuales como Einstein, Thomas Mann o Max Weber, y que tenía al también judío Walther Rathenau, como máxima figura dirigente. El desengaño sobre el ejercicio político no tardó mucho en llegar, si comparamos el moderado entusiasmo de su carta a Ingarden del 30 de noviembre de 1918, con la abrumadora decepción que le hace saber un mes más tarde (27 de diciembre): «Estoy tan harta de la política que estoy asqueada. Me falta por completo el instrumental habitual para ello: una conciencia robusta y una piel espesa. De todos modos, deberé continuar hasta las elecciones, ya que hay mucho que hacer. Pero me siento completamente desarraigada y sin patria, entre las personas que debo relacionarme.»[3]Cartas a Ingarden, pp. 128-129 Esa pertenencia la recibirá como una gracia de la Iglesia, y como un deber entreverado de amor, del pueblo judío.
Pero yo seguiría todavía más lejos el tejido anímico capaz de producir este escrito, que no es el desencanto ante la acción inmediata ni siquiera el recuerdo emocionado de Reinach. Me iría hasta las notas autobiográficas sobre sus estudios en Breslau: «Este amor por la historia no era en mí un simple sumergirme en el pasado. Iba unido estrechamente a una participación apasionada en los sucesos políticos del presente, como historia que se está haciendo. Ambas cosas produjeron una extraordinaria y fuerte conciencia de responsabilidad social, un sentimiento en favor de la solidaridad de todos los hombres, pero también de las comunidades pequeñas. Con la misma fuerza que rechazaba un nacionalismo darwinista, me adhería al sentido y necesidad, tanto natural como histórica, de Estados independientes y naciones distintas. Por ello las concepciones socialistas y otras aspiraciones internacionalistas no ejercieron nunca influencia sobre mí. También me liberaba cada vez más de las ideas liberales y llegué a una concepción del Estado positiva, cercana a la conservadora, aunque estuve siempre lejos de la nota característica del conservadurismo prusiano. Al lado de las convicciones puramente teóricas nació, como personal motivo, un profundo agradecimiento para con el Estado que me había dado el derecho de ciudadanía académica y con ello la libre entrada a las ciencias del espíritu de la humanidad.[4]STEIN, Edith: Estrellas amarillas. Autobiografía de infancia y juventud. La Universidad sin condición, de la que habla Jacques Derrida, empuja también hacia lo judío, femenino alemán, y no excluiría yo su juego posible en esta constelación de la memoria de nuestra pensadora.
Y sin embargo, al menos si comparamos su filosofía del derecho con otras entonces vigentes, su toma de partido conceptual por el Estado, que ella tiene a bien recordar en sus anotaciones sobre la formación universitaria, se traduce más bien a partir de lo que su teoría no es, de sus disidencias con respecto a las escuelas que debería suscribir una filósofa. Creo que Alasdair MacIntyre, que no es en absoluto indiferente a las solicitaciones de lo político y lo filosófico, lo resume con inmejorable claridad: «Estas posiciones enfrentan a Stein con otras que se han dado en la historia de la teoría política. No es contractualista, no defiende tampoco la clase de posición liberal según la cual el estado sería neutral e imparcial entre concepciones rivales de la vida moral y, lo más importante de todo, rechaza el papel histórico que le han asignado al estado filósofos como Fichte y Hegel. El estado realmente tiene una historia moral, pero es la historia de individuos trabajando por el estado, de tal forma que las libertades otorgadas por el estado y el papel que juega el derecho se fundamentan en la acción libre los individuos que las hacen existir y las sostienen. Es más, el crecimiento en libertad no es el único índice por el que debe ser juzgado el progreso histórico de un estado. Más bien las instituciones del estado muestran el carácter moral tanto del estado como de sus ciudadanos a través de la apertura a todo un ámbito de valores.[5]MACINTYRE, Alasdair: Edith Stein. Un prólogo filosófico, 1913-1922. Nuevo Inicio, Granada, 2008, p. 169 En efecto, reconocemos en este texto muchas ideas que parecen arrancadas literalmente del libro que comentamos, aunque también es verdad que el republicanismo ético de MacIntyre hace no poco por darle una tonalidad a un trabajo que, en origen, es bastante más abstracto.
En cualquier caso lo que está netamente señalado es el hecho de que Stein rompe con cierta teología política del Estado, más o menos idealista e histórica, recurriendo para ello a un útil individualismo nominalista, pues al referirse al Estado como instrumento de la moralidad y de la libertad (Fichte y Hegel) y portador del acontecer histórico, ella misma escribe: «Con seguridad es correcto concebir la historia como un proceso espiritual de despliegue. Pero lo que allí se despliega no puede ser «la libertad». Pues la libertad, en el sentido estricto en el que hemos fijado esa palabra, no es nada que pueda desplegarse o desarrollarse. (…) Solo en un sentido impropio puede hablarse de un desarrollo de la libertad. Lo que se desarrolla no es la libertad, sino su portador: la persona individual o la comunidad de personas. (p. 122).»
Si tuviera que apuntar una buena razón para leer el ensayo de Edith Stein, una que excediera en particular a los gustos de los cultores de la actitud fenomenológica, e incluso a la curiosidad sobre la historia de este movimiento, me volvería hacia Roberto Esposito y hacia su pensamiento sobre lo que llama lo impolítico, como una tercera vía que escapa tanto a la teología política como a la despolitización moderna.[6]ESPOSITO, Roberto: Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política. Trotta, Madrid, 1996, p. 33 Me explico: se trata de una tercera vía, porque las otras dos se realimentan sin cesar, de tal manera que la evacuación de significado de los procedimientos, mediante un uso maniobrero y de suyo corrupto de lo político, permite todo tipo de sustituciones teológico políticas, incluida una que, convertida en instancia suprema (el pueblo, la gente, incluso lo democrático), vale para cualquier cosa.
La historia de la humanidad mostró que la del Estado estaba muy lejos de resultar una cuestión baladí. Bastaría con leer los cursos que sobre el Estado impartió Heidegger en el semestre de invierno de 1933 y 1934, a quien Edith Stein observó siempre con cierta sospecha, la verdad sea dicha. Es verdad que muestra Heidegger su diferencia en asunto no pequeño con la filosofía del derecho de Carl Schmitt, sobre el que recae el ábrete Sésamo de la inteligencia de un socialismo nacional, pero no resulta menos cierto que todo en la constelación de Heidegger (Estado, pueblo, Eros, espacio, voluntad) apunta a un significativo corrimiento hacia el negro.[7]HEIDEGGER , Martin: Naturaleza, Historia, Estado. Trotta, Madrid, 2018. Stein escribe varias veces sobre Martin Heidegger, pero el más largo de sus comentarios es una lectura de Ser y tiempo. Desde luego que hay muchas cosas que lo separan de él, en el terreno personal y en el académico, y también está claro que no hay nada más alejado de la filosofía del derecho que esta apretada pero independiente lectura de ese libro. Y sin embargo, aquí están estas líneas sobre la caída: «La caída no es sólo la vida en comunidad o el dejarse dirigir, sino el indiscriminado formar parte del uno, que desoye la llamada de la conciencia a costa de la vida propia a la que éste lo llama. En tanto que caído, el Dasein no es ni auténtica vida individual ni auténtica vida en comunidad.[8]STEIN, Edith: La filosofía existencial de Martin Heidegger. Trotta, Madrid, 2010, p. 57 Por otro lado, insiste esta lectora, tan tenaz como difícil de encantar por el taumatúrgico Heidegger, se dice que el Dasein está caído, pero no desde qué altura lo ha hecho, así que se mantiene la retórica de lo teológico, pero desvinculada de toda confesionalidad, igual que se mantiene la retórica de lo comunitario aunque desenvuelta de cualquier mirada auténtica al otro. Tengo para mí que en ese gesto de apuntar a la borradura del otro, de señalarla, está la impronta política de Edith Stein sobre la ontología apolítica de Ser y Tiempo, frente a tantas lecturas bastantes pedestres sobre el nazismo in nuce en la obra maestra de Heidegger. Ese gesto, aunque con categorías y propósitos bien diversos, es el que a su manera repetirá sobre el furtivo de Todnauberg Emmanuel Lévinas.
Vivimos en una edad que ha apurado todos los totalitarismos que cabe imaginar; razón de más para revisar esta lectura impolítica sobre el Estado de una de las más grandes pensadoras del siglo pasado. Porque lo esencial no se aprecia tanto cuando el sol está en lo más alto, sino cuando empieza a ser ocultado por los montes y su luz se vuelve más delicada. A lo largo de estas páginas podemos seguir un movimiento repetido: el Estado no es x, aunque haya o pueda haber mucho de x en el Estado. Me parece que el atardecer de hoy nos dejará comprender mejor lo que se pensó ayer, porque se hizo al borde de la noche. La acción que se corresponde con el Estado es la de constituir(se), ninguna otra- ni siquiera la reducción de la complejidad de la vida social, como postula Jürgen Habermas-[9]HABERMAS, Jürgen: Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. Trotta, Madrid, 2005, p. 402 podría valerle.
Título: Una investigación sobre el estado |
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Referencias
↑1 | STEIN, Edith: Una investigación sobre el Estado. Trotta, Madrid, 2019, p. 17 |
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↑2 | STEIN, Edith: Cartas a Roman Ingarden. Espiritualidad, Madrid, 1998 |
↑3 | Cartas a Ingarden, pp. 128-129 |
↑4 | STEIN, Edith: Estrellas amarillas. Autobiografía de infancia y juventud. |
↑5 | MACINTYRE, Alasdair: Edith Stein. Un prólogo filosófico, 1913-1922. Nuevo Inicio, Granada, 2008, p. 169 |
↑6 | ESPOSITO, Roberto: Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política. Trotta, Madrid, 1996, p. 33 |
↑7 | HEIDEGGER , Martin: Naturaleza, Historia, Estado. Trotta, Madrid, 2018. |
↑8 | STEIN, Edith: La filosofía existencial de Martin Heidegger. Trotta, Madrid, 2010, p. 57 |
↑9 | HABERMAS, Jürgen: Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. Trotta, Madrid, 2005, p. 402 |