La marabunta de niños que invadieron las aulas en septiembre, desaparece. Al rebufo de la algarabía de voces que hicieron de eco a las lecciones de Don Emiliano, camina el profesor en dirección a su clase –ahora vacía–, mientras acaricia el lomo de un libro de texto, desorientado, sintiéndose cada vez más pequeño y preguntándose qué harán los jubilados. Cuando llega al aula coge la tiza, escribe la fecha en la esquina superior derecha de la pizarra, pasa lista y lee un parágrafo al azar, muy despacio, articulando alto y claro, enfatizando con su perfecta dicción una por una las palabras y marcando entre ellas una pausa milimétrica, sincronizada. Luego, justo después del punto final, con una pila de folios en blanco bajo el brazo, baja al vestíbulo, esquiva a los compañeros que le esperan para darle un abrazo, y ante el estupor generalizado de todo el claustro elude, por fin, su fiesta de despedida con el pretexto de tener que corregir un montón de dictados.