Una espesa bruma difumina el horizonte. El mar se condensa en gotitas que explotan al contacto con mi piel. Alguien acaba de lanzar una tabla al mar desde el paseo, entre las escaleras 14 y 15, y se zambulle tras ella. La marea está alta y el agua se ha comido la arena, puedes salvar las rocas de un salto desde el asfalto.
Llevo una media hora en la misma postura, pero me siento incapaz de moverme. Estoy apoyado en la barandilla, con el móvil en la mano, dándole vueltas, de espaldas a la gente que mata esta aburrida tarde de noviembre paseando al lado de las olas, indiferente a lo que mis ojos vieron esta madrugada unos kilómetros al oeste.
Como todas las noches desde hace un par de meses, el insomnio me mantenía en vela a las cuatro de la mañana. Así que decidí ir a la cocina a por un vaso de leche caliente, sin encender las luces para no despertarles. Eso hizo que me fijara en los focos que salían del garaje de mi vecino, cosa que no debería preocuparme de no ser porque mi vecino es mi hermano pequeño. «Ha tenido que pasar algo». Mi primer impulso fue coger el teléfono, pero la conversación que habíamos tenido su mujer y yo el fin de semana anterior, me hizo calzarme antes las zapatillas. «Estoy preocupada, Lucas, hay algo que no me quiere contar», me había dicho mientras me rellenaba la copa de vino, «han bajado los pedidos en el taller y con mi sueldo no llegamos a final de mes, quiero pensar que es eso». Mi hermano lleva veinte años haciendo tablas para todo el pueblo y alrededores, en un taller que montó con un colega. Hasta donde yo sabía, le iba estupendamente.
No creo que ningún pedido sea tan urgente como para que Diego tenga que ir al taller a las cuatro de la mañana, y por el desvío que había cogido, se dirigía hacia allí sin duda. Apagué las luces, dejé el coche tirado a la entrada del polígono donde no estorbara y me acerqué caminando. Vi a mi hermano esperando a la entrada del taller, había gente trabajando en el interior. A los pocos minutos llegó una furgoneta. Me dio muy mala espina el tipo que se bajó de ella. Era Toni, jugaba a hacer dinero con la droga. Siempre le acompañaban un par de armarios y hasta la policía hacía la vista gorda con él. Toda una leyenda. «Bien este es el trato, chico, yo te traigo las tablas y la hierba. Tú solo tienes que meter la maría dentro, ¿cómo? Ese es tu problema, si tuviera la solución me encargaría yo solito. Mañana a esta misma hora volveré a por ellas, el barco sale a mediodía. En un par de días estarán al otro lado de la frontera y nadie se habrá enterado de este apañito que me has hecho, ¿capito?».
Eso había sido todo. Sigo mirando al horizonte difuso mientras espero a que coja el teléfono. «Hola Lucas, ¿qué hay?». «Diego, hermano», me doy la vuelta y observo a la gente que pasa a mi lado, «te invito a una cerveza, nos vemos en El Tubo en media hora».
[…] «Una espesa bruma difumina el horizonte. El mar se condensa en gotitas que explotan al contacto con mi piel. Alguien acaba de lanzar una tabla al mar desde el paseo, entre las escaleras 14 y 15, y se zambulle tras ella. La marea está alta y el agua se ha comido la arena, puedes salvar las rocas de un salto desde el asfalto». Continúa en Amanece Metrópolis. […]