José Manuel Caballero Bonald ganó este jueves el Premio Cervantes 2012, considerado el galardón más importante de las letras hispánicas. Poeta, novelista y ensayista español, Caballero Bonald nació en Jerez de la Frontera, Cádiz en 1926. Según el jurado, el autor perteneciente a la ‘generación de los 50’ fue justo merecedor del premio por el considerable esfuerzo con que «ha contribuido a engrandecer el legado literario hispánico». Como ha señalado Mainer en su nota para El País, Caballero Bonald empezó y maduró pronto como poeta. Su primera obra Memorias de poco tiempo (1954) significó la puesta en marcha de una poesía de la memoria en la que la alegría recta secreta, subterránea, bajo la conciencia de lo vivido pero, sobretodo, de lo perdido. Como recuerda el crítico, el tiempo y su experiencia se convierten en un narración resignada dónde la vivencia del escritor, del observador, es más del ayer que del presente: «Consisto en mi deseo», «Mi propia profecía es mi memoria» o «Somos el tiempo que nos queda», son algunos de los lapidarios versos y títulos que muestran un claro despojamiento de lo accesorio. «Nada me pertenece/sino aquello que perdí», escribió en su libro El papel del coro (1961).
En el fondo, como vio Mario Benedetti, el poeta jerezano enlaza constantemente con el pasado, con su pasado, se traba con él, y sus personajes acometen una y otra vez la evocación de un mundo que ha sido y jamás podrá ser. El deterioro del presente les agobia y a la vez los tensa. El pasado, anotó con acierto el poeta uruguayo, es sobre todo la unidad de medida que permite evaluar el presente, calcular, extraer un saldo borroso y fatal. Así, lo vieron también Gracia y Ródenas en su Derrota y restitución de la modernidad. La fuente de la escritura memorialística de Caballero Bonald nace de la recreación improbable del pasado y de la fábrica literaria de la memoria: «Evocar lo vivido equivale a inventarlo», dijo en un verso del Diario de Argónida (1997). Para comprobarlo, más aplomado, escribe: «equivale/ a saber que mi historia/ coincide exactamente con mi geografía». Este es el salto al vacío que Bonald, con sigilo, nos hace dar. Ahora se nos descubre, no la verdad, sino la vida, un hilo conductor: hay sucesos fundamentales de la historia que no pueden ser directamente anotados, escritos, relatados, historiados. La derrota por más que haya pretendido Benjamin no se puede narrar, si acaso revelar. Así, como en Ángel González, la poesía lleva a primer plano la voz de un yo magullado, esquivo, franco en la resignación, no de recordar lo que se ha perdido, sino de la extrañeza del presente: «porque el ayer es sólo un epitafio porque mañana es nunca para siempre», nos recuerda en su última obra, Entreguerras (2011). Todo un gesto de insurrección moral, de resistencia, de utopía: «quizá también de esa utopía que no es más que una/ esperanza/ largamente aplazada/ a cada instante diferida/ y allí comparecía ese vocablo que de sus acepciones se/ libera/ que acaso siga siendo el único capaz de reescribir/ enumerar la vida».