Llevo un par de meses cuidándome para esta prueba: sin grasas, sin azúcar, sin alcohol, sin tabaco, sin café, sin excesos de ningún tipo, tratando de minimizar cualquier resultado tenebroso. Como si en unas pocas semanas pudieran enmendarse los daños de toda una vida. Respiro profundo antes de tumbarme en la camilla con el pecho descubierto. Pienso que la doctora que teclea el ordenador estará acostumbrada a descubrir lo más íntimo de las personas. Sabrá reconocer de un vistazo los corazones grandes, los tiernos, los rotos, los duros…Me pregunto si podrá ver a todos aquellos que ocupan el mío, incluido a ese que habita en secreto en lo más profundo. Se acerca y confirma mi nombre, edad y peso con un rictus de hastío. Tal vez haya adivinado que no tengo nada especial por dentro. Con voz seca me ordena girarme y extender el brazo y, sin previo aviso, me embadurna de un gel frío que me sobresalta. La postura me martiriza la espalda y la cadera y dejo de retener mis latidos, que escapan al galope. Con la desconsideración de la rutina y cierta saña, la mano clava el transductor en mis costillas, en el esternón, bajo el diafragma, y se recrea presionando la piel sobre el hueso. Solo se detiene al adivinar soplos y válvulas imperfectas ignorando mis gemidos de dolor. La voz me advierte de que o me relajo o será una lucha entre ambas. Trato de evadirme y no escuchar los burbujeos de mi sangre que retumban en la cabina. Cierro los ojos. Cuando acaba la tortura los abro y miro el rostro impertérrito de la mujer que acaba de observar mis entrañas. Deja una bola de papel sobre mi vientre y se aleja sin una palabra, sin la más mínima empatía, sin dejar traslucir si lo que ha encontrado es bueno o malo. Mientras trato de limpiarme tanta pringue y tanta ansiedad, se me ocurre que para dedicarse a escrutar corazones ajenos tal vez sea necesario no tener uno propio.