Suena La Pantoja, Marinero de luces, año 97, la feria. La Pantoja se cuela entre el chunda chunda de los coches de choque. A la Joven-Iluminada le encantaría ir a la caseta municipal y cantar a voz en grito. Por supuesto, no lo va a hacer, ni siquiera va a decir nada a sus amigas. Obviará que le encanta esa canción de la Panto y propondrá ir a por un litro de leche de pantera, el gran descubrimiento de las fiestas. Beberá porque eso es algo que también quiere, que quiere siempre, y que hace bien.
Dentro de un rato se va a encontrar a una chica a la que no sabe si volverá a ver, pero con la que ha hecho botellón bastantes veces a lo largo del verano. La chica les dirá que la han cogido en no sé qué despacho de abogados para hacer la pasantía, y aprenderá esa palabra: pasantía. En ese momento todavía no sabe que la chica y ella nunca más tendrán esa complicidad que da el haber estado cubata con cubata durante casi todo el verano.
Al año siguiente, después de un curso viviendo lejos de la que durante casi toda su vida ha sido su casa, aprenderá que al volver nada cambia. Será una más entre las chicas jóvenes que durante las vacaciones se desmelenan y beben con cualquiera.
Seguimos en el año 97 y es el último día de feria. Esa noche hay que darlo todo así que a cientos de personas se les va a hacer de día en esa construcción efímera que llaman recinto ferial y que en este caso está frente al mar.
El amanecer invita a las últimas canciones, Los Reincindentes, Eskorbuto, Manolo Escobar, Rocío Jurado, Chimo Bayo, La Polla Records… Va llegando el momento del fin, el cielo lo anuncia y todas las casetas, en una especie de conspiración lisérgica, van pinchando la que irremediablemente, cada año, es la última canción, la que da el pistoletazo y deja paso al derrumbe.
La ramona pechugona es siempre el último tema. Después del primer estribillo que retumba entre el sol y los bloques de hormigón, chicos, chicas, hombres… lanzan sus cuerpos a las cuatro paredes de cada una de las casetas. Patadas, empujones, con los primeros cascotes caídos, destruyen el pueblo dentro del pueblo.
En menos de una hora solo los cacharritos habrán quedado en pie, los feriantes de los puestos han sido precavidos y han ido abandonando el recinto a eso de las 6. La ranita, la olla loca o el barco vikingo serán la marca en el espacio indicando que por ahí la vida dejó su huella, por muy cursi que suene, la vida dejó su huella en ese lugar que ahora es escombro.
Ese año, de nuevo, sus amigas y la Joven-Iluminada participan en la barbarie. Solo algunas mujeres, todas jóvenes, van a atravesar la barrera del primer estribillo y se lanzaran como ellos a la catarsis. Ellas llevan un par de años siendo parte del juego, sabiendo que tienen que disfrutar a tope ese instante, porque al día siguiente las espera la bruma, la tristeza de lo cíclico, la caída interior.
Hace 24 años que la Joven-Iluminada se fue. Hace 18 que no vuelve con regularidad. Hace 16, por lo menos, que no pisa la feria.
Hoy, en este año atroz, su nombre es otro y ya no es joven. Está sola en otra feria. Quiere un coco del puesto de aquella señora, pero le da una vergüenza horrible estar ahí sin nadie más, así que actúa con indiferencia como si en realidad no estuviera salivando por un trozo de coco. Anda rápido, echa vistazos fugaces a los distintos espacios que propone el lugar.
Desea el coco, pero también volver a casa, aunque sabe que la vuelta será decepcionante, así que se sienta en este murete donde el ruido, las voces, las músicas, la tómbola, el puesto de escanciar sidra, la Pantoja y los coches de choque resuenan al unísono, una garganta repleta de voces.
Esta noche se va a quedar sentada ahí, donde está, hasta que llegue el alba. Su espera será paciente. Quiere oír la última canción de las casetas, observar desde una distancia prudencial y con regusto dulce cómo todo se desvanece.