Mariángeles hacía de los domingos una fiesta para dos. El día de las croquetas, de la tortilla de patatas, el día de las conchitas de chocolate y las palomitas con caramelo. La tarde de ensañarle a hacer punto a su nieta, de los llantos compartidos por todos los males que achechaban a Candy-Candy.
Para Angélica la fiesta en casa de la abuela era lo mejor de la semana. Sin exigencias, sin malestares, sin ese vacío en la panza que venía antes de ir al colegio. Sin tener que aparentar que sabe lo que no conoce. El resto del tiempo era para la niña como una cuestecita puñetera que te revienta los gemelos, te acelera el corazón y hace que se te nublen las ganas.
A Mariángeles también se le encoge la barriga cuando recuerda el momento en que todo se torció. Qué criminal el recuerdo que deja el dolor al descubierto. Pobre la niña Angélica que hasta los domingos hermosos con la abuela se le pusieron cuesta arriba.
La verdad es que disfrutaba mucho casi todo el tiempo que pasaba con mi niña, mi única nieta. Aunque, también es verdad, cuatro meses me tuvo en vilo, mi Angélica. Cuatro meses donde temía, como a una vara verde, que llegara la noche.
Al principio, en verano, no le pasaba todos los domingos y era más fácil, además teníamos más rato de sol y de disfrute. Pero el invierno fue otra cosa, lo tenue de los días que te dicen que la noche no anuncia el final, las horas que llevan adentro su poquito de oscuridad. Y es que era ahí, cuando anochecía que la niña empezaba a gimotear, a decirme que le dolían los oídos, que le dolían mucho. La pobre cada domingo creía que enloquecía de dolor. Cuando ya no podía más empezaba a pegarse en la cabeza, a gritar como posesa, a insultarme. Se la llevaban los demonios.
Mire usted, señora, era como si le entrara la mismísima rabia, que hasta espuma echaba algunas veces de lo que le daba.
Yo enloquecía con ella. No había nada que la calmara ni las aspirinas infantiles machacaditas con su poquito de agua en la cuchara de la sopa y que yo le metía a trompicones de los nervios que sentía, ni las gotitas de aceite caliente echadas con esmero en el interior del oído. Nada calmaba el repentino dolor de mi niña.
Más de diez veces fuimos a lo del maestro Marcos a ver si él sabía que es lo que tenía. Yo llegué a pensar que alguien la había mirado mal y de ahí esos dolores. Mil veces le rogué a mi hija que viniera a por la Angélica antes de que cayera la noche, pero mi Rosarito, no me hacía caso. ¡Ay, cuánto se arrepintió después, mi pobre hija! Pero en ese entonces no me creía y es que la joía de la niña era escuchar los pasos de sus padres por el rellano de la escalera, la algarabía de su domingo festivo, el chirriar de la llave en la cerradura, y como un angelito caía rendida en el sofá, con sus ojitos cerrados y su media sonrisa. ¡Válgame el Señor!
Ahora ya hace un lustro que la Angélica se nos fue y pudo la pobre descansar en paz. Ese año en que todo empezó se le fue torciendo la mirada a la pobrecita y se fue quedando flaquita, flaquita. Ya de ahí creció muy poquito, y te daba un no sé qué cuando pasaba a tu lado siempre de perfil.