Todo lo que hay en The Tarnished Angels (Ángeles sin brillo, 1957) es lo mismo que existe en la literatura de Faulkner, fuente de la que procede el guión de esta película: un mundo en el que hombres y mujeres, por igual, parecen sufrir en un estado de aislamiento emocional, aferrándose a falsas esperanzas y sin embargo, muy conscientes de que las mejores oportunidades de la vida se les han escabullido entre los dedos.
La tragedia de LaVerne (Dorothy Malone, sin duda una de las más grandes actrices de la historia) es que se ha casado con el hombre que siempre quiso, Roger (Robert Stack), antiguo héroe de la aviación durante la Primera Guerra Mundial. No existiría tal desventura de no ser porque no puede competir con una amante sin forma física. Ni la inteligencia, la devoción o el atractivo de Laverne son compatibles con la adictiva emoción que Roger obtiene al ganar carreras y bailar con muerte: las acrobacias que este héroe venido a menos realiza con su avioneta en las ferias de pueblos. Si algo ilustra la dureza de este hecho es la petición de Roger de que se prostituya con el sórdido Matt Ord, de forma que el piloto se asegure el uso de un avión que le permita competir después de que su propia máquina se dañe. Sin embargo, las alternativas de LaVerne -un reportero honesto, aunque alcohólico (Rock Hudson), un mecánico adicto al amor (Jack Carson) y un hombre de negocios lujurioso (Robert Middleton)- no alcanzan el ideal perseguido por los sueños que, incluso en esta etapa de la relación ya tardía, Roger representa.
Ángeles sin brillo, una de las mayores obras maestras de Douglas Sirk -cineasta que atesora en su haber, por cierto, unas cuantas- tiene mil misterios y sin embargo, dentro de ella, no existen las preguntas sin respuesta. Es un melodrama explícito, crudo y de diamantina dureza que, sin embargo, deviene profundo examen de la represión, en forma de extraordinario retrato de soledad, aislamiento, adicción y lujuria. Esta agrietada parábola existencial, crónica de una Nueva Orleans en plena Depresión, tiene todo el anhelo romántico de su director, pero también una especie de tono crepuscular, de final de una era.
Sirk quería adaptar la novela Pylon, escrita por el genio Faulkner en 1935, desde sus días como cineasta en Alemania, pero fue finalmente en América cuando, colaborando con el guionista George Zuckerman, uno de los varios remanentes de Written on the wind (Escrito en el viento, 1956), que contiene la película, creó algo que tenía que permanecer desfaulknerizado y, sin embargo, tan fiel a la fuente que resultase, hasta hoy, la mejor de las adaptaciones hechas sobre material del norteamericano. La novela, aunque fuera del célebre círculo de Yoknapatawpha, resulta magnífica, como toda la obra de Faulkner, que describe de manera impecable a su protagonista, un reportero alcohólico y sin nombre. Una suerte de figura frágil y fantasmal, que lo mismo podría pasearse por este drama que por un poblado vacío, típicamente western, algo a lo que Sirk y el director de fotografía Irving Glassberg contribuyen, al rechazar audazmente cualquier norma de iluminación para los exteriores, dejando que sus fuentes provengan de donde quieran.
Sea como fuere, con su vínculo entre las festividades pre-cuaresmales del Mardi Gras y la progresión de jueves a domingo de la Semana Santa, Pylon ofrecía una unión de la agonía de las fuerzas destructivas y fragmentadoras, con la alegría y la energía creativa de la resurrección que aparecía de manera tan sutil en Light in August (Luz de agosto, 1932). Una sociedad rígida y estéril presentada por Faulkner con modo y maneras de poema, recitado en un profundo e intenso, acuciante si se quiere, aliento.
Como parangón de esa sociedad, Douglas Sirk, por su parte, decide volver a contar con su actor favorito, Rock Hudson, también paralelo a un cierto tipo de masculinidad casi cómica, exagerada. Lo que Sirk podría perder con una identificación arquetípica inmediata de la lucha de su protagonista, finalmente lo gana en el momento en que Hudson tiene que actuar de verdad. Sus ojos revelan una vulnerabilidad perpetua. Su voz es tan profunda y resonante como si apenas se sostuviera en el abismarse de una ruptura total. Su porte le permite forjar, con brío y credibilidad, la batalla de Devlin entre el papel de un periodista como observador y su deseo de arremeter contra cualquiera.
Sin embargo y a pesar de ser el protagonista manifiesto de la película, realmente llegamos a comprender muy poco de Devlin. Describe al grupo de los corredores de aviones como gitanos, como seres de otro planeta, y sin embargo, él es tan extraño en su mundo como los demás en el suyo. Al parecer, Sirk le leyó un poema a Hudson para darle la perspectiva adecuada sobre su personaje: tenía que quedar claro que él era el protagonista, no el héroe de la historia.
Este examen de unas vidas marginales y de esas almas perdidas que viven en el último peldaño antes del abismo está expuesto con una delicadeza y maestría inigualables. No son ángeles sino vagabundos, almas errantes. Por ejemplo, el nivel de autenticidad logrado por Devlin está maravillosamente establecido en la escena de apertura, mientras el periodista vagabundea por el carnaval en el que se desarrollará gran parte de la película, supuestamente en busca de una historia, pero interviniendo veloz cuando se encuentra con el muchacho que está siendo vejado por un hombre mayor que cuestiona su origen. Este conflicto podría convertirse en una historia completa por sí misma, en gran parte porque Christopher Olsen (al que vimos antes, a las órdenes de Hitchcock, en El hombre que sabía demasiado) es un excelente actor, si no fuera por la bella y desafortunada Laverne.
Puede que sea sólo la saltadora de paracaidistas, un espectáculo secundario en comparación con el de su marido y sus carreras espectaculares, pero la errancia de su deseo nos asegura que siempre tendrá nuestra atención. Que la línea genética de su hijo esté en entredicho se debe a la tercera parte del grupo, el mecánico Jiggs, cuyo eterno amor por Laverne nunca superará las migajas de afecto que Roger le lanza. Otro personaje fascinante. El caso de Roger es uno entre toda una generación de héroes de guerra, perdidos sin guerra. Un destino que podría relacionarse después, en la historia de los Estados Unidos, con el de tantos veteranos de Vietnam: la lucha de Roger es, de hecho, la de la supervivencia de una víctima inevitable de todas las guerras. Todo lo que quiere hacer es volar. En la guerra, recibía toda suerte de elogios por ello; ahora, todo lo que puede hacer es dar vueltas, esperando que el dinero del premio sea suficiente para que él y su pequeño equipo tengan comida y combustible suficiente para la próxima etapa del viaje.
A Roger/Stack se le ha dado la menor cantidad de diálogos explicativos, pero quizás sea mejor así, puesto que se supone que el príncipe estoico y noble no debe nunca revelar su debilidad. Lo que emerge, lo hace siempre a través de las grietas, y Stack interpreta con sapiencia a un hombre cuya estructura se está desmoronando. Se supone, dada esta configuración, que Devlin también portará consigo un poco de amor, o al menos algo de deseo, y Sirk no tarda mucho en llevarnos a ese lugar. Devlin apenas conoce a estos gitanos que le ofrecen un lugar para quedarse, incluso dejándolos a su cuidado in absentia. Esa celeridad íntima (emocional, en ese momento) que Laverne ofrece a Devlin en el momento en que entra por la puerta puede ser típica de ella, o puede ser consecuencia, simplemente, de haberle proporcionado unos minutos de escucha, en el momento adecuado. Nunca lo sabremos. Devlin está a la vez completamente ajeno a todo -sin alterar el curso de las tramas de la trama hasta los momentos finales de la película- y, sin embargo, resulta un personaje perfectamente central en ellos.
Como hacen la mayoría de los escritores en algún momento, intenta utilizar su trabajo como una excusa para pasar tiempo con la pandilla, si no fuera porque su editor no entiende nada de eso. No importa. Devlin preferiría perder su trabajo antes que perderse un momento de esto. Él se ha convertido, sin remedio, en un adicto a observar el estilo de vida de estos perdedores. Quizás sienta que puede vivirlo también, aunque sea por un corto tiempo.
Al final, todos, excepto Devlin, serán más pobres que cuando comenzaron, y sin embargo, él es quien menos puede esperar de su futuro. Los ángeles sin brillo estarán siempre en movimiento; él, estático. Tanto que se queda, incluso, en el mismo recinto ferial en el que se comenzó la película. El carnaval ha avanzado. Devlin saluda desde el aeródromo a su última obsesión, que se marcha, como Rick al final de Casablanca, que renunció a su propia felicidad en un aeródromo por el bien de alguien más. El sacrificio de Devlin no es tan noble, aunque dadas sus ilusiones, podría parecerlo. El dueño de ese café en tiempos de guerra está acostumbrado a caminar, confiado, en la distancia, en «el comienzo de una hermosa amistad». Pero, ¿qué tiene Devlin? Su estilo de vida es mortal, lo hemos aprendido, y el contacto peligroso.
Aislamiento y alienación.
Ficha técnica |
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