Ser otras cosas además de cinéfilo
Lo que más me llama la atención de la pésima acogida que ha tenido “Into the Woods” en Europa no es esta mala acogida en si misma, pues no me preocupa cuál pueda ser la opinión mayoritaria sobre una película por mucho que a mi me guste. Y aún mucho menos me preocupa la suerte crítica de un transatlántico de 50 millones dólares de la Disney, suerte de la cual no van a depender las carreras de sus responsables.
Lo más llamativo, por continuar con las fallas que voy reseñando en esta santa casa, película a película, de la crítica de cine, es la dificultad de encontrar críticas y comentarios que denoten entusiasmo e interés de los cronistas por asuntos ajenos al cine.
El cine, o el ejercicio de la cinematografía, se han convertido en una religión bajo cuyo paraguas no se consienten otras prácticas. No existen críticos de cine conmovidos por la visión en pantalla de su deporte o hobby favorito, por la explicación de un pasaje de la Historia que les interesa vivamente, por volver a escuchar cómo se cuenta su novela favorita (aunque no sea de la mejor manera posible), o emocionados por escuchar en pantalla su música favorita o por ver en escena a su actor o actriz predilectos aunque sea en la peor de las películas.
No hablo de lo que en anglosajón se conoce como “guilty pleasures”, hablo de “pleasures” auténticos pero no estrictamente relacionados como el ejercicio impecable de la dirección cinematográfica.
De rodillas
Todo este preámbulo viene a cuento porque a mí sí que me sucede, fan como soy del mundo y del sonido de Stephen Sondheim, no tengo más remedio que confesar que he entrado a la sala donde se proyectaba “Into the Woods” vendido y emocionado de antemano, y que en las siguientes líneas renuncio a hacer cualquier tipo de análisis sobre la gramática y la puesta en escena cinematográfica del muy limitado Rob Marshall. Puede que incluso cometa aquí menos torpezas que en “Chicago” o en “Nine”, pero me ha sorprendido a mi mismo, por primera vez desde hace muchísimos, pero que muchísimos años, no me he planteado ni una sola cuestión relacionada con el cine. Me estoy desintoxicando de tanto «cahierismo».
“Into the Woods” se estrenó en Nueva York el 5 de noviembre de 1987. A pesar de que los años 70 suponen el final del cine musical adaptador de éxitos de Broadway, los éxitos allí han continuado, y queda una significativa cantera de musicales por adaptar, muchos de ellos obra de este verdadero Bergman de la calle 42, el incisivo Stephen Sondheim, de melodías tan ingratas para tararear pero de pentagrama tan afilado.
El impuro
Ha sido Rob Marshall, un hombre eminentemente de teatro, el único al que Hollywood le ha permitido volver a acercarse a Broadway con holgados presupuestos y estrellas de relumbrón. El éxito de “Chicago”, incluso el fiasco de “Nine”, le han permitido llegar hasta la largamente acariciada “Into the Woods”.
Marshall, que ha llegado incluso a dirigir una “Annie” para televisión, no es ni un director de cine competente (el claqué de Chicago es una de las peores escenas del género) ni alguien reconocido por respetar las esencias (el mundo de Bob Fosse es más sucio, del de Sondheim se reclama más oscuridad, aunque la crítica anglosajona no parece ver tanto desacierto en esta adaptación, mucho más fiel y mucho más al pie de la letra de lo que se deduce de las críticas europeas). Sin embargo Marshall ha sabido llevar a las pantallas con “Into the Woods” una de las funciones de este género cinematográfico tradicionalmente despreciada y ancestralmente poseído por ella:llevar la obra a millones de personas que jamás llegarán a verla en las tablas.
No entiendo cómo se puede escribir que ante las insuficiencias de la película quizás no valga la pena adaptar la obra de teatro a la pantalla. Marshall es un hombre cinematográficamente gris, pero es un hombre de teatro que ha hecho un “Into the Woods”, al margen de si es más o menos fiel, poseedor de una vibración musical y de una profundidad y sabiduría de la que no pueden hacer gala obras cinematográfica más intensas o presuntamente interesantes. La obra no es coto ni posesión del público de Nueva York o Londres ni del que la viera en su puntual llegada a Madrid o Barcelona. Es y debe ser patrimonio del público mundial.
Que empiece la función
“Into the Woods” nos maravilla a los previamente convencidos con su música, que es el absoluto motor de su obra, pero aún producida por Disney sigue siendo una obra sobre el deseo, sobre el vacío existencial que hay detrás de él pero al mismo tiempo sobre la inmarchitable e imprescindible necesidad de desear y en consecuencia de tomar decisiones. De crecer y de vivir. Y de transmitir lo aprendido.
“Into the Woods” es una obra sobre las miserias humanas que hay tras la consecución de esos deseos, sobre la capacidad del ser humano de mentir, de engañar, de robar o de matar. Una obra que muestra nuestras creencias mágicas que adornan o alivian el dolor sobre nuestra condición humana, irremisiblemente conducida siempre a crecer y a perder, aunque siempre nos queden “los otros”.
Esta brutal y bestial explosión de temas condensados en los anteriores dos párrafos, muy comunes a otras obras de Sondheim, adquieren plena expresión musical en una obra llena de canciones o momentos musicales memorables y admirables, me sería imposible citar uno, dos o sólo cinco, y por mucha Disney que produzca está todo en la película.
Mucho se ha escrito sobre los últimos cuarenta minutos, que no son bajón alguno, sino el segundo acto de la obra (como puede comprobarse en youtube), que es en realidad mucho más larga que la película, y un acto imprescindible para comprender esta maravilla en toda su cruda complejidad. Perdería todo el sentido sin el reverso del deseo y las renuncias que hay tras el mismo, algo obvio donde media crítica se empeña en leer castigo y moralidad.
Delicioso el reparto de la obra, delicioso el reparto de la película. La bruja de Meryl Streep (hecha en los escenarios por la gran Bernadette Peters), no sólo no es la bruja de siempre, es un verdadero coro de la obra, un personaje lúcido que pone a los protagonistas cara a cara consigo mismos.
Si no se ha decidido de antemano que este “Into the Woods” es un enésimo refrito de cuentos, un nuevo “Shrek” o un producto arquetípico de la satanizada casa del parque de atracciones, su contenido y sus cargas de profundidad pueden sorprender a más de uno. Las letras de las canciones, también obra del propio Sondheim, reafirman la impresionante inteligencia de una subversión de los cuentos clásicos no simplemente hecha por el placer de la subversión, hecha para comentar con infinita agudeza nuestras derivas existenciales y la sublime e hiriente belleza de las mismas.
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