Me enamoré de él por foto. Me gustó desde que lo vi. Fue un amor a primera vista. En este caso encaja como un guante esa frase hecha. Sus ojos como dos bolas negras clavándose en mí desde una mirada triste. Sin embargo, su pose era digna. Toda la ternura del mundo cabía en él. Aun así, pasaron casi dos semanas desde que mi amiga compartió en un grupo de Whats App que lo había encontrado abandonado en la calle hasta que tomé una decisión. Finalmente, lo adopté y se vino a casa. Lo llamé Pizco. Por su tamaño pequeño y ese cuerpecillo delgado. Y su pelaje siempre despeinado.
Preparé la llegada con ilusión y nerviosismo. Su cama la encontré en un mercadillo por azar. Un cesto de mimbre que servía para enseñar los objetos en venta y que me cedieron en mi búsqueda desesperada de último momento. Previamente había buscado en un bazar, pero se habían agotado las camas de perro y solo quedaban unas horas para que llegara. Tenía también la correa, el collar, comida y cuencos y hasta un huesito para guardar las bolsas de las cacas que le recogería. Con la cesta y el resto de complementos en la mochila me fui satisfecha a preparar su hueco en casa.
Lo recogí y llegamos al piso. Me sentía extraña. Un desconocido se iba a instalar en mi hogar. Había colocado la cesta de manera improvisada en el que sería a partir de ahora su rincón. Su nuevo hogar en el que hasta ahora había sido solo mío. Sin pensarlo mucho elegí también sitio para los cuencos de agua y comida. Como es habitual en muchas casas donde cada miembro tiene sus lugares fijos en la mesa del comedor o en el sofá, Pizco ya tenía sus lugares en la casa. Esos que habían sido decididos en un inicio un poco por azar, pero que con el tiempo se hicieron norma.
Al poco rato de llegar se sentó en la puerta de casa. Con su culo en el suelo, pero sus dos patas delanteras muy tiesas y mirándome fijamente a los ojos. No ladraba. Solo se quedó así, parado, y como no sabía lo que quería decir interpreté que se quedaba en la puerta porque no quería quedarse conmigo. La distancia física en mi pequeño apartamento era de dos metros. La emocional, inconmensurable. Había interpretado que los saltos a mi alrededor y besos dispensados al verme significaban que se quería quedar conmigo. Ahora no estaba segura de ello. Yo quería que me quisiera, pero no sabía qué hacer para conseguir su amor.
Después de unos días de convivencia dejó de irse a la puerta. Pasaba más tiempo en su cama o se sentaba en algún rincón del suelo. Parecía más relajado. Yo me notaba torpe e inexperta. Tardaba en ponerle la correa para salir a la calle, me sentía insegura en el paseo, me costaba apañarme sujetándolo y recogiéndole la caca a la vez. Pensaba que la gente por la calle me lo notaba.
Un día, cuando ya llevábamos un tiempo juntos, pensé que era el momento de dar un paso más para afianzar nuestra relación. Aunque él siempre dormía en su cama, y su cama siempre estaba en el salón, y yo le tenía vetado subirse al sofá (al menos en mi presencia, porque yo ya sabía que todos los perros del mundo se suben al sofá cuando tú no estás), me pareció buena idea echarnos una siesta juntos, tal como yo imaginaba que hacen perro y humano. Así que lo cogí, me eché en el sofá, lo coloqué a mi lado y nos quedamos así un rato. No sé cuánto tiempo, pero no debió ser mucho. Él estaba tieso, como cuando te invitan a una comida formal a la que no quieres ir y tienes que pasar el trago. Yo sentía la situación impostada. Al poco, Pizco saltó al suelo y fue a colocarse a la puerta de casa como hacía los primeros días. Recibí el mensaje claro de la siesta fallida: no vuelvas a forzar la situación. En el querer no se pueden acelerar los tiempos.
Pasado algo más de un año llegó una mudanza, y después el confinamiento, que iba a ser quince días y acabó siendo meses. Éramos la casa nueva, Pizco y yo. Y entonces, un día, sin avisar, Pizco se subió al sofá mientras yo me echaba la siesta. Se subió de un salto, sin pedir permiso, con la naturalidad con las que se hacen las cosas sin que nadie pueda cuestionarlas. Una vez arriba se tumbó a mi lado, junto a mi pecho, haciéndose una bola y dándome la espalda, pero manteniéndose en contacto con mi cuerpo. Esta vez nos quedamos así un buen rato, mi cuerpo relajado junto al suyo. Caí dormida en un sueño tranquilo y azul. Cuando desperté él ya estaba en su cama, pero ésta fue la primera de muchas más siestas juntos.
Sus conquistas en la casa fueron aumentando cada vez más, tragándome todo aquello que dije que no dejaría que hiciera, como subirse al sofá o dormir conmigo en el cuarto. Le gusta subirse a mis piernas cuando trabajo sentada frente al ordenador. Me toca insistente con su patita hasta que me doy una palmada en la pierna para indicarle que se suba. A veces está más atlético y es capaz de subirse él solo y otras le tengo que ayudar. Ya hemos conseguido desarrollar un lenguaje propio, un amor de a dos.
A veces me quedo mirándole a los ojos, tratando de crear vínculo, que una vez leí que se hace así. Él me devuelve la mirada hasta que se cansa y mira a otro lado. Creo que me la sostiene para contentarme, para acompañarme en mi amor inseguro. Le digo que le quiero y sé que me entiende. Según un estudio los perros entienden hasta ochenta y nueve palabras clave, y claramente, esa es una palabra clave. Solo a ratos me gustaría que también hablara porque así podría descifrar qué pasó en su vida en esos tres años antes de que nos conociéramos y que ahora es para mí un misterio insondable. Saber si en esas vivencias está el secreto de sus temblores inexplicables, de sus pequeñas manías. Pero también sé que este amor tan incondicional, tan falto de reproche, se sustenta en gran parte en su incapacidad de hablar.
Como en todos los amores, hay cosas de él que no me gustan, pero esas cosas no me parecen importantes. Sé bien que, entre el jamón y yo, siempre elegirá al jamón, pero no hay necesidad de ponernos en esa tesitura.
Creo definitivamente que sí, que a esto que siento es a lo que se suele llamar enamoramiento.