Francis Ponge nunca viene con las manos vacías. En De parte de las cosas (Le parti pris des choses, 1942), nos trae una ostra «en cuyo interior se halla un mundo que puede ser comido y bebido»[1]PONGE, Francis. 1992. «L’ huître», en Le Parti Pris des Choses. Paris: Gallimard, p. 43 (todas las traducciones, de ahora en adelante, son nuestras).
De todos los posibles utensilios, elige éste. En primer lugar porque se trata de algo pequeño y es precisamente acerca de eso de lo que Ponge quería hablarnos, ponernos de parte de. Porque una ostra también es algo útil, un objeto hecho para las dimensiones de una mano y, por tanto, para el hombre. A su alcance, a su medida. Y de nuevo porque es banal, sí. Algo común y ordinario. En cierto modo, artesano. Digamos también franciscano, en vista del nombre del poeta y en referencia al gusto que el nombre de Francis comparte con San Francisco y su querencia por entornos más humildes.
Pero pequeño, en este tejido de lo real, ya no significa sólo pequeño. Pequeño, ahora, significa modesto; significa sin brillo, sin pretensión. Es algo que, como escribiría John Wieners, el malogrado beatnik, en uno de sus poemas: «desaparece de la vista / movido por hilos invisibles»[2]ARANA, Daniel. 2014. Los Otros Aullidos. Antología de Poesía Beat. Zaragoza: Sindicato de Trabajos Imaginarios, p. 159. Es el mismo pequeño que hay en la expresión «pequeña moneda». Tales son los objetos según Ponge. Monedas pequeñas, monedas de poco valor, moneda suelta, calderilla. Su comercio con el mundo no involucra los grandes valores que son los sistemas de pensamiento, sino cosas que son de poco valor y tamaño. Un higo seco, por ejemplo, que ilustrará, en algún momento, el consuelo filosófico. Pensemos en lo que vale un higo seco y entonces llegamos a Ponge, que cita a du Fresne: «un pequeño saco con moneda suelta dentro y que llamamos calderilla»[3]PONGE, Francis. 1977. Comment une figue de paroles et pourquoi. Paris: Flammarion, p. 23.
Hablar así, hablar de tal forma, es referirse a ello, por tanto, en términos de oro: todo el mundo sabe lo que es la metralla, ya que la palabra, con su significado de dinero minúsculo, se ha mantenido hasta nosotros, aunque se nos olvide que esa calderilla designaba antiguamente esta moneda divisoria hecha de una aleación pobre en metales preciosos, y cuyo uso era para depreciarse en comparación con las monedas de oro o plata. Un puñado de monedas. Más o menos, eso es todo lo que representa cada uno de los objetos de Ponge. Se opondrá al sol. Ese sol por el que cabe tanto alboroto tiene sólo una palabra, un vocablo suficiente para ponerlo en su lugar. Y esa palabra es simplemente sol, que viene, en francés, del latín soliculus, su propio diminutivo. Colocado en el abismo en la palabra que se utiliza para designarlo, ese objeto se encoge de repente, deviene más pequeño. El paso hacia la palabra, en los textos de Ponge, generalmente funciona como una reducción de escala. Ir a la palabra, a la sustancia, al plano de la palabra, como dice Ponge, es convertir el objeto en dinero, pero en la única moneda de curso legal aquí: la pequeña calderilla de la que hablábamos antes.
Tomar partido por las cosas, por los objetos, es pues tomar partido contra los sujetos, contra los grandes sujetos, las grandes máquinas de la pintura o las obras de la mente. Preferir los espárragos de Manet al almuerzo en la hierba, La Fontaine a Schopenhauer o Hegel. La fábula, que es una forma pequeña, a la filosofía, que es la forma grande. Volveremos sobre esto enseguida, pero, en cualquier caso, se trata de la venganza de lo que es minúsculo, cuya hora resuena incesante –Ponge, Ponge, Ponge- en el reloj de la literatura.
Lo pequeño hace que volvamos a poner los relojes a cero, que empecemos de nuevo para que todo cambie. Lo pequeño es un acto revolucionario y una provocación porque, en una cultura como la nuestra, sólo se anhela lo colosal. Vivimos en un culto de hombres ilustres, de obras mayores e ideas fuertes. Ponge toma partido y escribe en oposición a las palabras, a esta prominencia de la palabra, que es la digna contrapartida de la prominencia de la idea en la filosofía. ¿Cuál es la idea? Lo que está verbalizado. Hablo porque tengo ideas. O es silencioso, es decir, está escrito. Porque no hay escritura de la idea: la idea y la escritura son una contradicción en los términos. El escritor que cae en la idea inmediatamente cae en la verborrea. Esto es lo que hace que no sea un hombre de conversación: Ponge fallaba sólo los exámenes orales en su licenciatura. Así, leemos en el poeta que «el lenguaje sólo puede negarse a una cosa: hacer tan poco ruido como el silencio»[4]PONGE, Le Parti Pris…, Op. cit., p. 136.
La poética de Ponge sirve para crear una herramienta antilógica. Metatécnica, retórica, si se quiere. Donde la lógica sirve a la idea. Antilógica, bajo la pluma de Ponge, es lo mismo que antintelectual, no cerebral. Vivir, leer y escribir. Contra el gobierno, los filósofos, los poetas pensadores. Con la dureza de su materia lógica.
El poeta blande a Mallarmé en su empeño por dar la iniciativa a las palabras y no a las ideas, en su extraño amor, ligeramente celoso hacia él. A Ponge le gustaban los proverbios, las declaraciones cortas, teniendo la eficacia de la máxima. Lo pequeño siempre a mano, en una mano, a manos vacías. David siempre matará a Goliat: la omnipotencia del pequeño. Por mucho que valga la honda de David, también lo vale el ateneo de Mallarmé.
Ponge es un inventor de pequeñas máquinas diabólicas, que querría que cada uno de sus textos funcionara como un reloj, que ronroneara como un motor. Pequeñas máquinas que son, de hecho, bombas, cuya máxima, cuya fórmula -la pequeña forma-, sería el detonador. Soñando con hacer reinar el Terror en las letras francesas y, con la ayuda de estos pequeños textos, tan aparentemente inofensivos, estos textos que parecen juguetes inocentes, o los relojes de los abuelos cuyo tictac tanto nos gusta, soñando con prender fuego al polvorín.
Esta obra de Ponge, esta toma de partido, es también un diccionario personal de cosas pequeñas. Un petit dico en el que todo son cosas pequeñas, por ejemplo, una mariposa o un cigarrillo. Son cosas de nada, escondiendo algo muy grande y precioso –preciado-, inscribiendo la idea de grandeza (en el sentido de rareza, elegancia, refinamiento) dentro de la pequeñez (en el sentido de mediocridad, vulgaridad, falta de distinción). ¿De qué manera se ofrecen estas cosas de nada en ciertos casos y bajo ciertas condiciones? El presente se desliza en un objeto pequeño, atraviesa las grutas de su formación filológica, nos aturde con información y, de repente, esa palabra, esa cosa de nada es… ¡la cosa inicial, el objeto primario! Así que, una vez que superamos la emoción del primer descubrimiento, todo lo que viene es inmediatamente desalentador. Imposible hacerlo mejor que la palabra misma para lo que uno quiere hacer.
Cualquiera que se proponga leer, en el sentido enérgico y activo que le damos a este término, por ejemplo, el antedicho texto de La Ostra, tendrá la desagradable sorpresa, una vez cruzadas las primeras líneas, de encontrarse con un signo, con una demarcación que reza: ya leído. Como uno se encuentra el cartel de vendido en el porche de la casa que quería comprar. Leído, y no una sino cien veces, por el último que debería haberlo hecho, por el mismo Ponge, que al final habrá recorrido el mundo con su concha como un peregrino en camino a Santiago de Compostela. En cada parada, cada charla que dio en Yale, Stuttgart o en la radio francesa, según un ritual inmutable, empezaba por poner su ostra en la mesa, abrirla después y examinarla cuidadosamente para explicar toda su belleza.
Una explicación que valió la pena sobre todo por lo que se abstuvo de hacer, que era explicar algo. En este sentido, los esclarecimientos de Ponge no son precisamente un prodigio de exégesis. Justifican, tan apenas, y siempre en esencia. Consisten en señalar que, si el texto estaba hecho de tal o cual manera, es porque era necesario hacerlo así. O, por ejemplo, que se necesitaban muchas palabras con acento circunflejo, desde el momento en que la propia palabra ostra contenía una; sólo dos líneas para la perla, cuando la descripción requería quince, ya que, comparada con la ostra, la perla era más pequeña. Y así sucesivamente, declarando a Sollers que, cuando hablaba de todo un mundo, y luego del firmamento, se trataba realmente del cosmos, y al mismo tiempo, de la expresión común todo un mundo, con su multiplicidad de significados.
Ponge nos abrió las puertas como lo hizo Celan con sus poemas. Y como el de la Bucovina, estas puertas abiertas tienen una función: mantener la ostra cerrada en su secreto. En la palabra ostra, huître, existe un huis -permítaseme, por un momento, parodiar a Ponge- y huis es una palabra, ya antigua, para definir las puertas. Y una buena puerta es siempre una puerta cerrada. Tanto más en un texto, que será bueno en proporción a lo hermético de su cerramiento. Para verificar que está efectivamente cerrado, y que está herméticamente cerrado, es para lo que Ponge usa las explicaciones que da en sus textos. De qué manera la ostra -«mundo obstinadamente cerrado»[5]Ibíd., p. 43, le dirá el poeta-, podía ser el impar talismán de Ponge. Un amuleto para llevar a todas partes en sus viajes. Una ostra es un cofre en miniatura. Y este cofre alberga una fórmula, que es la fórmula de su propio poder.
Estamos ciegos ante la verdad de tal poder, y eso me hace pensar en Derrida y sus Memorias de Ciego, dado que no nos basta con mirar un dibujo, ciego ante la mano del artista que refrenda sin ver, sino que todo pende más de un acto meditabundo que surge de una indagación interior. Ciegos, como dice el pensador argelino, y dispuestos ante una posición potencialmente inquietante, porque es en este instante cuando el artista está entre el pasado, lo que se ha visto, y el futuro, lo que se verá. En el instante del contacto con la superficie de inscripción, el artista mismo se coloca ante la línea divisoria del presente y en esta línea hay nada que ver: «el trazo debe proceder en la noche. Escapa del campo de visión»[6]DERRIDA, Jacques. 1993. Memoirs of the Blind: The Self Portrait and Other Ruins. London: University of Chicago Press, p. 45.
Es evidente que un cierto desasosiego se apodera del lector desde el momento en que reconoce en esta toma de partido pongeana el sesgo de las cosas. Hay, pues, un poco de esa ostra en el ojo mudo del poema. ¿Y para describir qué, al final?
¿Ilumina Ponge? ¿O más bien es que le complace decir? Ustedes mismos lo juzgarán ante el papel. Antes de todas las palabras, el mundo se cerró como una concha bivalva.
Una proposición que, en su generalidad, invierte la relación de lo comparado con lo comparado: no es la ostra la que es como un mundo cerrado, sino el mundo el que está cerrado como una ostra. Lo que se da, en otras palabras, por la simple génesis de un texto, de hecho pasa a través de la narración del Génesis, proponiéndose a nosotros para nada menos que para hacer la historia de todas las cosas creadas.
Llevo este pequeño comentario sobre el poeta hacia su desenlace, tomándolo desde el principio. Ponge no viene nunca con las manos vacías. En cierto modo, su obra deriva su legitimidad de la ficción. Ahora bien, lo que esta ficción dice, al menos en una de sus muchas versiones, Sartre lo ha resumido muy bien: que, en Ponge, «las cosas tienden por sí mismas hacia el Verbo, como la naturaleza aristotélica tiende hacia Dios; todo expresa, se expresa o trata de expresarse»[7]SARTRE, Jean-Paul. 1960. El Hombre y las Cosas. Buenos Aires: Losada, p. 205. Las cosas quieren decir, quieren decirse. No hay ningún objeto que no quiera. Ninguno que, como la ostra, no sea objeto de una voluntad de hablar. Y devenga, claro, tanto más patético cuanto que no logra sus fines. Porque, para decir de sí mismos, acudiendo sólo a sus propios recursos, es evidente que las cosas sólo pueden decirse de sí mismas, que para ello necesitan la ayuda del escritor, que se encuentra así -y esto no es un beneficio menor-, justificado en su práctica.
El poema de la Ostra de Ponge está escrito –y escrito así- porque, reducida a sí misma, y a pesar de su gran deseo de hacerlo, la ostra no puede tener acceso a la palabra. Hay algo de historia, de lección moral, de fábula, en cada una de las tomas de partido por las cosas que hace Ponge. El poeta, en nombre de su héroe o heroína más cercanos, sólo contaría una misma historia: que esas cosas quieren abrirse un día, para hablar, y terminan pereciendo por ello o siendo escarmentadas.
Como en cualquier fábula, no hay cosa que no encuentre en su destrucción inmediata el castigo de su orgullo de cara a un regreso, un renacer al mundo sin ese orgullo. Hay que volver, pues, a La Fontaine porque, como dejó escrito Boutang: «el renacer será heroico y primero de todo en el lenguaje»[8]BOUTANG, Pierre. 1981. La Fontaine Politique. Paris: Hallier/Albin Michel, p. 304. Y conste que digo orgullo por casualidad, y por reverencia especialmente hacia La Fontaine, pero no me sorprendería demasiado si todo este asunto tratara de otra cosa. Algo más directamente relacionado con este motivo, tan esencial para el argumento de Ponge, del discurso, y del órgano necesario para articularlo, pues no es la menor de las peculiaridades del texto con el que nos ocupamos de preguntarnos, de hecho, para asumir no sólo que la cosa quiere hablar sino que tiene, además, el órgano adecuado. Tiene una boca. En La Ostra, la fórmula se abona a su garganta de nácar, sin olvidar que, al designar la parte interna del cuello, que incluye la laringe y la faringe, la garganta es, en sentido estricto, el órgano de fonación. La lengua, en cualquier caso, no lo olvidemos, quiere, al gritar a voz en cuello, cantar a pleno pulmón.
Todo conspira para situar el diván de las emociones estéticas en algún lugar del fondo de la boca, en esa zona algo sospechosa del fondo de la garganta donde se encuentran la tráquea y el esófago; el agujero, por así decirlo, para comer, y el agujero para hablar. Lo que estoy sugiriendo es, y no otra cosa, que con la ostra nos acercamos al órgano secreto al que se dirige la poesía, cuya función, de hecho, yace en el sentido de la formulación, de la Palabra.
Lo que sale de allí tiene más auctoritas que cualquier otra cosa en el mundo: de allí salen la Ley y los Profetas. Este significado es aún más agradable cuando se lee que cuando se escucha, cuando se recita o se declama. El disfrute de la poesía es una cuestión de la garganta. La ostra disfruta en su garganta de nácar. Lo paradójico de todo esto es, pese a todo, muy barthesiano, y me lleva a concluir que la palabra es irreversible. No se puede retirar una palabra, a menos que no se diga, precisamente, que se retira. La palabra es pequeña, como las cosas de Ponge, porque, paradójicamente, es efímera. La que es indeleble es la escritura. A la palabra sólo se le puede añadir otra palabra.
En cuanto a Ponge, sabemos ya, si nos asomamos a su Fauna y Flora[9]PONGE, Le Parti Pris…, Op. Cit., pp. 80-86, que la planta es un análisis en acto, una dialéctica original en el espacio. Dicho de otra forma, que la expresión de los animales es oral, o imitada por gestos que se borran entre sí, y la expresión de las plantas está escrita, de una vez por todas. Lo que Barthes dice de la palabra hablada, Ponge parece decirlo de la palabra escrita. Porque el poema, como el silencio mismo, debería caber siempre en una mano.
Siempre pequeño, como la palabra hablada, como el susurro de un moribundo.
Título: De parte de las cosas |
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Referencias
↑1 | PONGE, Francis. 1992. «L’ huître», en Le Parti Pris des Choses. Paris: Gallimard, p. 43 (todas las traducciones, de ahora en adelante, son nuestras) |
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↑2 | ARANA, Daniel. 2014. Los Otros Aullidos. Antología de Poesía Beat. Zaragoza: Sindicato de Trabajos Imaginarios, p. 159 |
↑3 | PONGE, Francis. 1977. Comment une figue de paroles et pourquoi. Paris: Flammarion, p. 23 |
↑4 | PONGE, Le Parti Pris…, Op. cit., p. 136 |
↑5 | Ibíd., p. 43 |
↑6 | DERRIDA, Jacques. 1993. Memoirs of the Blind: The Self Portrait and Other Ruins. London: University of Chicago Press, p. 45 |
↑7 | SARTRE, Jean-Paul. 1960. El Hombre y las Cosas. Buenos Aires: Losada, p. 205 |
↑8 | BOUTANG, Pierre. 1981. La Fontaine Politique. Paris: Hallier/Albin Michel, p. 304 |
↑9 | PONGE, Le Parti Pris…, Op. Cit., pp. 80-86 |