Roger Willoughby (Rock Hudson) no sólo es el mejor vendedor de la tienda de artículos deportivos en la que trabaja, sino que ha alcanzado ese grado de respeto y prestigio gracias también a los libros de pesca, escritos por él, que veneran no pocos pescadores.
Por lo tanto, sería una completa sorpresa para esos lectores y compradores, sin mencionar a su jefe, el Sr. Cadwalader (John McGiver), saber que Roger no ha pescado en su vida y que todos sus consejos provienen de repetir lo que los pescadores experimentados le han contado: simplemente recoge la información y la regurgita de manera convincente. Sin embargo, como una mentira nunca dura demasiado tiempo sin truncarse, Willoughby verá peligrar su engaño cuando se encuentra con Abigail Page (Paula Prentiss), la organizadora del torneo de pesca del lago Wakapoogee, que acuerda con su jefe la participación de Roger en él.
Así, y de forma muy somera, puede resumirse el argumento de Su juego favorito (Man’s favourite sport, 1964), que es, para quien suscribe estas palabras, la mejor comedia de Howard Hawks y una de las mejores de la historia del Cine.
En la tradición eterna de la Screwball Comedy, Abigail es la mujer que pone el palo en las ruedas del macho. La última comedia de Hawks está relacionada, íntimamente, con el descontento del director con los resultados finales. Algo que ciertos críticos asocian –y yerran, mantengo, al hacerlo- con el agotamiento de Hawks por haber insistido en recrear fragmentos de sus comedias anteriores. Pero no tendría sentido mantener esa tesis, dado que, hasta cierto punto, lo había hecho también con sus wésterns. No, la razón del enfado de Hawks era, como siempre, ajena a la película. Fueron las interferencias de la productora las que motivaron la ira del director: la Universal quería una obra más corta, así que cortó la friolera ¡de veinte minutos!, para lógico disgusto de su principal artífice.
Aun así –lo que demostraría la explayada opinión de que Hawks es uno de los más grandes directores de la época dorada de Hollywood- supo extraer el veterano realizador la suficiente chispa del material resultante como para crear una película de culto, algo que en buena parte se debe, además, a los dos protagonistas principales. Hudson era ya una gran estrella en ese momento, con pasmosa facilidad para el drama –cualquier intervención en alguna obra magna de Douglas Sirk bien lo certifica- empero, sin duda, también para las comedias románticas -en realidad sustituía aquí a Cary Grant, que se sentía demasiado viejo para el papel- y, por supuesto, la veinteañera Paula Prentiss, extraordinaria actriz cómica, dotada de una singular belleza. Por cierto que Prentiss estaba en camino de convertirse en una importante celebridad del mundo del cine, y quién sabe qué habría ocurrido si al año siguiente no hubiera sufrido una crisis nerviosa que la mantuvo fuera de la pantalla durante bastante tiempo.
Sea como fuere, la de Prentiss fue una gran elección. La joven intérprete texana, además de sacar a relucir la actitud enloquecida y muy directa de la que hacía gala Katharine Hepburn en la insigne La fiera de mi niña (1938), dotaba a su personaje de un glamour poco convencional que Hepburn nunca llegó –seamos claros- a tener del todo. Junto a su compañera Easy (la Maria Perschy[1]Probablemente, el caso más flagrante, o uno de ellos, de cómo el cine descuidó a una extraordinaria actriz, que terminaría su carrera interpretativa en algunas de las peores películas de Jesús Franco, Amando de Ossorio o León Klimovsky (sic).), la joven, desde un principio, se fija como objetivo asegurar que Roger participe en el próximo torneo de pesca. ¡Qué atracción para el complejo turístico!
Todos se lanzarán, piensan entrambas muchachas, a la oportunidad de competir contra el pescador profesional Willoughby, que se encuentra, por supuesto, en un verdadero aprieto cuando su jefe le ordena que siga adelante; incluso cuando les explica en secreto a Abigail y a Easy que no sabe pescar –de hecho, ni siquiera puede soportar el aspecto o el sabor de los peces- pero ambas deciden entrenarlo de todos modos, transformándolo en el experto que dice ser. Hawks derriba así, alegremente, la pomposa actitud masculina moderna. Sabemos que le encanta representar a mujeres fuertes superando a los hombres de su vida: Hildy (Rosalind Russell) dejando desarmado –de palabra y acción- al taimado Burns (Cary Grant), en Luna Nueva (His Girl Friday, 1940), Nikki (Margaret Sheridan) atando al capitán Hendry (Kenneth Tobey) a una silla, en El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, 1951) o Dallas (Elsa Martinelli), que en Hatari! (1961) desmonta y ablanda el melancólico, rígido espíritu de Sean (John Wayne), una y otra vez, hasta hacer que se enamore de él. En el caso de Su juego…, Abigail puede parecer inestable en ocasiones, pero tiene, no hay duda, suficientes objetivos en sus pensamientos como para ser una buena elección para la pareja amorosa de Roger.
Basada en una historia de Pat Frank, The girl that almost got away, guionizada por John Fenton Murray y Steve McNeil, junto con la ayuda no acreditada de la inmensa Leigh Brackett, es verdad que esta última comedia de Hawks consiste, desde el primer minuto de proyección, en un desmontaje, una deconstrucción de lo que el título mismo parecía querer decirnos. Esto es, la incansable tensión masculina que resuena en la melodía inicial de Johnny Mercer y que marcaría la ineludible sujeción emocional del hombre y su inhibición sexual hacia la mujer, que con su ingenio y su encanto sabe frustrar incluso la autoridad viril del más esculpido físico del deporte.
El deporte preferido del hombre. Curioso título, sin duda, para una inversión de esa ancestral oposición entre sexos a través de una trama atrevida. Su juego favorito es de una modernidad desconcertante, al abatir la narrativa clásica del hombre macho y su supuesta presteza atlética –transfigurada, en cambio, en torpe y graciosísima ineptitud- para dejar, en pantalla completa, las siluetas de mujeres prosaicas con piernas torneadas y curvas generosas, atrapadas en el esfuerzo físico de los deportes más temerarios, en lugar de las provocativas poses tópicas. La de Hawks es una ambiciosa operación de reescritura estético-política ya desde el encantador tema musical de los créditos. Tema que supone toda una sucesión de cabellos rubios laqueados y espaldas arqueadas sobre motos en llamas, suaves curvas en bikini suspendidas en el aire en contorsiones acrobáticas y siluetas de largas líneas envueltas en ajustados trajes de trepa, un manifiesto de una feminidad sin precedentes, de una sensualidad transgresora y masculina, pero no menos elocuente.
Estas imágenes se hacen eco, por afinidad visual, de los sensuales carteles de las pin-up, con sus guiños infantiles y ropas ajustadas, que nutrieron el universo erótico americano de entre guerras. Estos iconos eternos han profanado el inalcanzable Olimpo de las estrellas de Hollywood, forjando un desacralizado y revolucionario canon de belleza dominante, precursor de la conciencia femenina contemporánea. Pero, sobre todo, tienen el mérito de haber alimentado un discurso tan contradictorio como subversivo: aunque a través de la erotización del cuerpo –esto es, reducido explícitamente al objeto del deseo- muestran la conciencia femenina de su potencial seductor, liberan los roles de género de la rigidez de los clichés degradantes, abrazando una mentalidad en línea con ciertas teorías feministas.
Así pues, esta comedia de enredos –impecablemente construida- se convierte en un paradigma del que es difícil desentenderse en cualquier situación, en cualquier existencia que se base en un malentendido, incluso una mentira, y eso hace que, a nuestro juicio, supere las otras dos –por otra parte, estupendas- experiencias anteriores en el género: La fiera de mi niña, como dijimos antes, y La novia era él (1949).
En esta película, donde una vez más juega Hawks con la ambigüedad, el valor añadido es el del secreto a guardar y por lo tanto la verdad a revelar.
Todos sabemos, a estas alturas, que también Rock Hudson escondió durante muchos años una parte esencial de su propia naturaleza. De tal modo que resulta inevitable contemplar Su juego favorito como la metáfora de una vida, como la precursora de una verdad oscurecida y dispuesta para ser revelada sólo más tarde y con una hondura mucho más dramática que la de no saber cómo poner un anzuelo o montar una tienda. Willoughby y Hudson no tienen más remedio que vivir en la mentira para alimentar la imagen que la gente tiene de ellos, ambos por evitarse un considerable escándalo y el fin de sus carreras. Pirandello asoma sus inquisitivas pupilas y nos dice que siempre cruzamos las lindes donde vive el espectáculo en la simbiosis de la vida real.
Pero la película, más allá de estas consideraciones posteriores a las que se presta con evidente predisposición, sigue siendo un extraordinario ejemplo de entrelazamiento de tiempos y diálogos, con su esquema de personajes sublimes que sigue siendo el toque secreto del cine de Hollywood de aquellos años. Entre ellos, el muy astuto Jefe Águila Voladora (un grandioso Norman Alden), el verdadero espectador omnisciente de la historia y falso descendiente nativo americano, que también sabe actuar con aquellos que descubren su juego encontrándose siempre en el lugar adecuado en el momento oportuno.
Hawks, una vez más, sumerge su historia de cortejo, como ocurría en La fiera de mi niña y Hatari!, en un ambiente que tiene que ver con los animales. Si en la primera se trataba de un leopardo y un dinosaurio, aquí es el pez y el oso. Pero lo que más destaca es esta rivalidad entre los dos sexos que se resuelve en la eterna derrota del varón y la única venganza que éste puede reclamar es considerar a la mujer como una especie de desastre natural, el ser en el origen de sus propios problemas, resolviendo todos los malentendidos en una situación que al final siempre se vuelve embarazosa y fuera de lugar para el protagonista. Willoughby, tras su belleza masculina, esconde esa torpeza que lo hace aún más fascinante, tanto que se convierte en un objeto de deseo y contención entre las mujeres de la película.
Así como Susan (Katherine Hepburn), la rica heredera de La fiera de mi niña, irrumpe en la vida del paleontólogo Huxley (Cary Grant) mediante la apropiación de una pelota de golf, Abigail utiliza una gran cantidad de objetos para atrapar a un hombre comprometido, explotando a hurtadillas su falibilidad, ahora surgida y paternalistamente entendida por la mujer. Ceniceros que se escapan de las manos, cuencos que se adhieren a los pies, cortinas que aprisionan el cuerpo, sacos de dormir con cremalleras defectuosas, trajes de pesca que se hinchan hasta lo inverosímil y en los momentos más inoportunos… todos le hacen parecer una marioneta manipulada antes y durante el torneo, bajo la mirada divertida de las dos mujeres. El hombre de Hawks parece así condenado al eterno tormento de Tántalo: se esfuerza por obtener lo que no puede manejar con destreza y desencadena fuerzas repulsivas hacia todos los objetos que le atraen.
En una sucesión de malentendidos y acontecimientos fortuitos que le costarán malentendidos y romperán su relación con Tex (Charlene Holt), el impostor logra ganar el primer puesto de la carrera, bendecido por la suerte del clásico principiante. Pero, poco después, impulsado por su propia conciencia y por Abigail, confesará públicamente que hizo trampa y entregará el trofeo al subcampeón. Despedido y dividido por el esfuerzo interior de un amor conflictivo, Willoughby acaba siendo desarraigado del único entorno que le ha dado la fama -aunque sea usurpado- y su humillación se formaliza por la multiplicación de mujeres -esta vez tres- que, en una coalición matriarcal sin indicios de rivalidad, sancionan la venganza contra el hombre. Al igual que en la pesca milagrosa que le trajo una inesperada victoria, Roger se convierte en presa de una captura metafórica, llevada a cabo por la mujer cazadora en el ejercicio de su deporte. Aunque cede inexorablemente a los sentimientos, en la comedia hawksiana el personaje femenino logra neutralizar la brecha entre los dos sexos, salvando la brecha en la agilidad deportiva -que siempre ha relegado a la mujer a una posición subordinada- y adquiriendo así una capacidad de acción total.
Howard Hawks exhuma brillantemente la tradición shakesperiana de la mujer disfrazada de hombre, una técnica narrativa experimental que recorre toda su obra inmortal, concebida para hacer que sus criaturas ficticias experimenten declinaciones emocionales y paradigmas de pensamiento que prescinden de las cualidades humanas exclusivamente femeninas o masculinas. El objetivo es romper las barreras de género que limitan el crecimiento individual y liberar a la humanidad de etiquetas claustrofóbicas, poniendo en escena los resultados destructivos de las polarizaciones sociales. De ahí el deseo de Julieta de expresarse sin vacilación sobre el complejo asunto del amor -prerrogativa convencionalmente concedida al hombre- o la súplica de Lady Macbeth -dirigida a los asesinos- para aniquilar la compasión humana y sustituirla por la determinación despiadada, criminal, que corresponde a un verdadero hombre.
En Macbeth, de hecho, la deconstrucción de las categorías hombre/mujer se lleva hasta sus últimas consecuencias, de forma dramática y anticipada, poniendo en crisis las nociones de género arraigadas en la cultura moderna y posmoderna: la mujer, tradicionalmente asociada a cualidades como la obediencia y la afabilidad, deviene poseedora de una subjetividad despreciable y despiadada, mientras que el hombre, asociado a una figura dominante y resuelta, se transfigura en una marioneta, manipulada por su homóloga femenina, más poderosa.
El de Shakespeare deviene, por tanto, estímulo siniestro para abrazar la plenitud de una mente andrógina –como fructífera síntesis de toda la gama de las emociones humanas, independientemente de cualquier distinción de sexo o género-, una invitación aceptada por el genio de Hawks que, siglos después y en la gran pantalla, muestra los espectaculares y paródicos resultados en una comedia imperdible, soberbia.
Existe, pues, una belleza mágica en Su juego favorito que es, primero de todo, que aquello que podría resultar inverosímil se ha convertido en creíble, gracias a la mano maestra de su equipo. Hay aquí una obra maestra absoluta de la comedia, mereciendo todavía ser rescatada y elevada a tal podio.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Probablemente, el caso más flagrante, o uno de ellos, de cómo el cine descuidó a una extraordinaria actriz, que terminaría su carrera interpretativa en algunas de las peores películas de Jesús Franco, Amando de Ossorio o León Klimovsky (sic). |
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