Aunque, a finales de los años sesenta, Clint Eastwood ya había expresado su deseo de ponerse detrás de la cámara y rodar su primer largometraje, no sería hasta la década siguiente cuando se decidiría al fin, acercándose a la cuarentena y con su condición de fenómeno de la gran pantalla muy reciente. En apenas un lustro, no solo había capitalizado la inolvidable trilogía de Sergio Leone, sino que se había convertido en una estrella de cine completa: protagonista de una comedia episódica con Vittorio de Sica (Le Streghe, 1967), celebradas incursiones en el western (Cometieron dos errores, 1968; La leyenda de la ciudad sin nombre, 1969; Dos mulas y una mujer, 1970), el cine bélico (El desafío de las águilas, 1969; Los violentos de Kelly, 1970) e incluso la precursora de su Harry Callahan, La jungla humana (1968), dirigida por su amigo Don Siegel. De hecho, la película de la que se hablará hoy aquí está íntimamente relacionada con el mítico realizador de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), pues habrá de surgir entre dos films suyos: El Seductor (con la que guarda alguna que otra similitud, como también veremos después) y Harry el Sucio, ambas de 1971.
Sea como fuere, una vez creada su propia productora, Malpaso, Eastwood insistía en cambiar ciertas cosas. Su deseo era mostrar otras facetas de su talento, para lo que, sobre todo, anhelaba ponerse detrás de la cámara. Con el objeto de colmar sus ambiciones como director, eligió un guión de un escritor desconocido, Jo Heims (que luego supervisaría Dean Reisner) y dispuso de un presupuesto de un millón de dólares para rodar Escalofrío en la noche (Play Misty for me). En el papel de Dave Garver, presentador de una emisora de radio local en Carmel, cuyo trabajo consiste en poner discos, sobre todo de jazz, e inundar las ondas con poemas que declama gracias a su voz estoica y su tono ronco que apenas se eleva por encima de un susurro. Lo que el despreocupado Garver no sospechará es que Evelyn Draper (Jessica Walter), la oyente que le pide con frecuencia que ponga Misty, el clásico de Erroll Garner, será una fuente de peligro y convertirá su vida en una auténtica pesadilla. Realmente, ese sería, grosso modo, el argumento de la película.
En lo que respecta a la dirección, conforme avanza la película, no tardamos en averiguar que, por ejemplo, de sus rodajes europeos con Leone, Eastwood ha conservado sin duda la economía de medios y la dimensión que proporcionan los escenarios naturales, así como, de los rodajes con Siegel, la energía, el ritmo y la representación binaria de las mujeres. También la longeva relación de Clint Eastwood con el jazz –sólo comparable, acaso, a la de Woody Allen- se afirma ya en su primera película. En cierto modo, refleja una relación con América más sensorial que ideológica, mucho más allá del homenaje o el fanatismo. Y si podemos asociar a Evelyn, el primer gran personaje femenino de su filmografía, con la banda sonora que impregna Escalofrío en la noche, es porque es tan íntima que subsume los movimientos del alma. Sólo la raíz de la palabra jazz, con la que la voz de Eastwood juega a la perfección, está cargada de erotismo. Para ello, reintroduce brillantemente a Evelyn tras su momentánea desaparición, justo después del cenit que parece alcanzar la bucólica relación entre Tobie (Donna Mills) –una suerte de novia o amante de Dave- y él mismo, una vez que creen haberse librado de la perturbada Evelyn: un paseo por el bosque y un acto sexual en plena naturaleza, todo ello sin diálogos, acompañado únicamente por una empalagosa canción de Roberta Flack. Inmediatamente después, la secuencia del festival de Monterey: danza, ritmo y calor nos llaman, de manera paradójica, al orden. Al pasar de una música etérea (el pop de finales de los sesenta) a otra más realista y social (jazz y rhythm’n’blues de los setenta) y crear una ruptura de tono, Clint Eastwood ha conseguido crear una inmensa sensación de desasosiego, la pérdida de una inocencia fantaseada. Otro gran cineasta del jazz, John Cassavetes, decía que Escalofrío en la noche era una película con un solo defecto: le faltaba el nombre de Hitchcock.
Para esta primera película, Eastwood se rodeó de colaboradores como el director de fotografía Bruce Surtees, que había trabajado en El Seductor, y que le sería fiel durante décadas. Desde su primera película, adoptó las características que iban a ser una constante en su carrera: un rodaje rápido, sin muchas tomas, y un calendario que nunca se sobrepasaba. El propio Eastwood eligió a Jessica Walter (en lugar de Lee Remick, a quien quería la Universal), a Misty, estándar cuya melodía se prestaba a la trama, y la localización (Carmel-by-the-Sea frente a Los Ángeles), de forma tal que, aunque Clint Eastwood sea el actor que encabeza el cartel, es el personaje de Evelyn, la música y el escenario los que llevan el timón. Retrato hueco de una mujer fracturada y en plena decadencia, el papel es llevado a cabo por una impresionante Jessica Walter, descubierta unos años antes en Lilith (Robert Rossen, 1962) y El Grupo (Sidney Lumet, 1966). Con un arte consumado para la ambivalencia, Walter transforma su personaje de víctima en un depredador desquiciado y opresivo, casi en un abrir y cerrar de ojos, ofreciendo una interpretación tan perturbadora como fascinante, que le valió una merecidísima nominación al Globo de Oro. La locura de su personaje emerge de forma gradual pero ineludible, y el suspense sobre su estado se mantiene magníficamente. Evelyn domina la situación y Eastwood se encuentra en un registro similar al de El Seductor, interpretando a un hombre manipulado y víctima de una mujer dominante ambientada con una música discreta y apropiada. Este giro psicológico contrasta con esa dirección relajada, casi contemplativa, que incluso se permite esa escapada mencionada, casi documental, al Festival de Monterey, con actuaciones de Johnny Otis o Cannonball Adderley.
Aunque eso signifique estirar la narración, no nos molesta, pues todo está calculado, justo antes de tomar el camino retorcido y tortuoso del thriller con toques de horror, procurándonos a los espectadores unas cuantas escenas apasionantes, como el intento de suicidio en el baño, el ataque a la señora de la limpieza (Clarice Taylor), el ataque nocturno a Garver con un cuchillo de carnicero y el asesinato del detective McCallum (John Larch); otras, es verdad, son divertidas, como la pareja insultada que acude a su rescate o la importante comida de trabajo del disc jockey con una potencial clienta (Irene Hervey), que Evelyn confunde con un encuentro romántico. La última secuencia es violenta y realista hasta el último detalle, y la película comenzará y terminará en el mismo escenario, la casa de Tobie, con lo que parece cerrar el círculo gracias a una serenidad recién –y bien- hallada. Por si fuera poco, en su debut como director, Eastwood roza lo magistral, con un ritmo constante, gracias a lo cual Escalofrío en la noche, de serísimos tintes hitchcockianos, fuese tan bien recibida en su estreno y supusiera un punto de inflexión en su carrera artística. Eastwood interpretaba un nuevo estilo de personaje y su momento tras la cámara habría de marcar, sin otra cosa, el comienzo de una nueva era. Ahora lo sabíamos: si bien el gran Sergio Leone fue quien dio a Eastwood reconocimiento internacional con sus spaghetti western, Don Siegel –que tiene un divertido papel secundario en la película- iba a ser una parte inseparable de las ambiciones de dirección de Eastwood. La aventura, en principio romántica, con Evelyn, que se torna en pesadilla terrorífica, alejaba a Eastwood de sus papeles policíacos o de justiciero sin nombre en mitad del polvoriento Far West.
Escalofrío en la noche no partía de una premisa sencilla: resulta que la convulsa sociedad, todavía hipnotizada por el espíritu de Woodstock o el mayo del 68, se descubría como llena de ambiguas obsesiones sexuales que había que cuestionar. Mucho más realista que los movimientos sociales de su tiempo, el cine futuro de Eastwood hacía aparición aquí, libre de toda atadura. En sintonía con los tiempos. él, que había imaginado una carrera como pianista antes de pisar un plató de cine, mezcla su historia con el jazz e interpreta al hombre modesto: como director, se queda con parte de su sueldo, obtiene un presupuesto limitado, termina el rodaje varios días antes de lo previsto y consigue importantes ahorros. Mejor aún, al utilizar varios elementos autobiográficos (incluida una historia de acoso que él mismo sufrió cuando era más joven) y situar la acción no muy lejos de su propiedad en Carmel-by-the-Sea, Eastwood se adentra en territorio conocido y se divierte filmando su entorno cotidiano. Básicamente, se entrega a una despreocupación calculada y a un hedonismo creativo, forma, quizás, de evadirse de tragedias recientes como la muerte de su padre. Bañada por el sol y la música, al dotar a su primera obra maestra de un realismo crudo, casi clínico, Clint Eastwood conjura, en Escalofrío en la noche, una angustia desenfrenada que nos atrapa, y lo hace sin establecer un ritmo frenético o una tensión palpable, sino que opta por un ritmo despreocupado, acorde con cierta forma de realismo. De hecho, la película es una auténtica instantánea de la California de los años setenta, una California en la que reinaban los ambientes hippies y sensualistas. Con este telón de fondo, Eastwood prepara la escena y, para ello, la elección de una atmósfera tenue tiene mucho más sentido en este planteamiento, siendo la primera manifestación de violencia un verdadero shock cuando Evelyn –en principio una joven algo posesiva, enferma de amor- ahora, armada con un cuchillo, asalta a la desafortunada mujer que limpia en casa de Garver. El cambio también se produce en la dirección, donde la hasta entonces sobria y contemplativa se vuelve de repente anárquica, con la cámara moviéndose insegura en un diluvio de carne lacerada que recuerda al giallo. Visualmente, todas las habilidades de Eastwood, al oscilar entre el realismo y la sublimada imaginería californiana, están ante nosotros.
Ese pon Misty para mí que le susurra Jessica Walter deviene composición fronteriza y solitaria, un amor que debería escucharse mientras suena por las ondas, sólo para Dave Garver, para que el mundo entero pueda oírlo. Un amor apasionado, restrictivo, alienante y, en última instancia, triste. Eastwood parece anticiparse a Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974), y enseguida nos damos cuenta de hasta qué punto las mujeres son para él un escollo de soledad, incomprendidas y no amadas (Los puentes de Madison), en un mundo de hombres donde la virilidad, la violencia y el alcohol son la única forma de olvidar su propia soledad (El jinete pálido, Un mundo perfecto, Ejecución inminente). Esta es quizá una de las contradicciones más flagrantes de la obra de Eastwood: en lo que parece una apología del machismo, la fuerza y la guerra (Firefox, El sargento de hierro), la figura de la soledad y la incomprensión está siempre rondando, espectral y etérea. Harry el Sucio siempre está solo, y esto es quizá lo que define a un héroe: esta soledad, este yo contra el resto del mundo. En sus películas, el heroísmo adopta formas femeninas y masculinas, y por eso no es, en absoluto, el misógino que sus politizados detractores suelen ver en él. En sus películas sólo hay solitarios que se buscan, se encuentran, se pierden y se olvidan de sí mismos (Space Cowboys, Cry Macho), antihéroes que ganan (Poder absoluto, Deuda de sangre) o pierden (Mystic River, Gran Torino, Mula). En este sentido, Escalofrío en la noche es el magnífico retrato de una mujer, una heroína que inventa un amor, lo pierde, lo reencuentra en su triste y mortificante locura; una heroína que se niega a aceptar una realidad insípida, una soledad femenina que se encuentra con una soledad masculina, individualidades inseparables, impermeables, dos mónadas sin puertas ni ventanas, sociabilidades asociables. «No habría ser separado si el tiempo del Uno pudiese caer en el tiempo de lo Otro», escribiría Lévinas en Totalidad e infinito.
Algo masoquista, el personaje de Eastwood está literalmente sometido a la historia y se convierte en el objeto de la paranoia de Evelyn, incapaz de salir de la tela de araña que él mismo ha tejido sin darse cuenta. Ese papel de víctima indefensa casi no se volvió a ver, salvo, en menor medida, en Ruta Suicida (1977). Sobre todo, Escalofrío en la noche le permitió desarrollar su primer retrato de una mujer, presagiando muchos otros igual de apasionantes (Primavera en otoño, Los puentes de Madison, Million Dollar Baby o El intercambio), y también apuntaló uno de los temas principales de su obra futura: la soledad en todas sus formas. Aquí, esta soledad conduce a una locura devastadora en un crescendo controlado de violencia. Al convertir a Evelyn en una pura extensión de la soledad sembrada en el desequilibrio, la película prefigura algunos de los arquetipos de un género que más tarde sería ampliamente remedado: desde Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987) a Mujer blanca soltera busca (Barbet Schroeder, 1992) pasando por Misery (Rob Reiner, 1991). Es una especie de Psicosis a la inversa, a la sombra del inevitable Hitchcock. De todas formas, esta es una atrevida inversión de las convenciones narrativas en torno al sexo y el peligro, que transformaría a Eastwood de seductor hedonista con un machismo descarado en víctima acosada por una peligrosa psicópata, primero intrusa y luego rápidamente amenazadora. Este ataque al macho americano amplía los temas de la anterior película protagonizada por Eastwood y dirigida por Siegel, la brillante El Seductor, en la que un soldado del Norte era cuidado, confinado y luego mutilado por un gineceo de jovencitas excitadas por la intrusión de un cuerpo viril en su mundo exclusivamente femenino. Aquel angustioso trabajo de cámara de Siegel da paso a un suspense al aire libre, pero el miedo a la castración permanece y, así, Eastwood se divierte escarbando en la brecha sadomasoquista que alimentó toda su filmografía hasta los años noventa. La imponente estatura de la estrella se ve amenazada por una joven inestable que hará cualquier cosa por conservar el favor del apuesto soltero. La situación es cómica si se conocen las travesuras sexuales y el donjuanismo de Eastwood en la pantalla y (sobre todo) fuera de ella. Única incursión de Eastwood en el thriller terrorífico –si obviamos En la cuerda floja (1984) que, aunque firmada por el ignoto Richard Tuggle, tuvo las labores de dirección en manos de Eastwood-, Escalofrío en la noche anticipa en dieciséis años, como decíamos, parte de la trama de Atracción fatal, ya mucho más puritana y reaccionaria, como corresponde a la era Reagan.
Esto se debe sin duda al modo de narración cinematográfica predominante (los guiones se basan casi siempre en la noción del personaje principal), pero la mayoría de las películas de ficción que tratan de la radio lo hacen desde el ángulo de un individualismo más bien rudo. En primer lugar, un individualismo más bien glamuroso o triunfante para aquellas películas que, de una forma u otra, evocaban la carrera de los grandes nombres de la radio americana: Wolfman Jack en American Graffiti (George Lucas, 1973), Alan Freed en American Hot Wax (Floyd Mutrux, 1978) o Adrian Cronauer en Good morning, Vietnam (Barry Levinson, 1987). Pero también, en el otro extremo del espectro, en géneros como el thriller o el cine fantástico, películas protagonizadas por locutores de radio locales, cuyo aura no parece extenderse más allá de los confines de las pequeñas ciudades de provincias desde las que emiten, y cuya soledad (a menudo nocturna) está teñida de miedo. O incluso, cuando se ven sometidos al más sádico de los asaltos guionizados, al terror más profundo. Estas películas abordan uno de los misterios fundamentales de la experiencia radiofónica: la relación ambigua y fluctuante entre presentador y oyente que la sustenta: distancia y proximidad, anonimato e identificación, discurso colectivo y escucha individual. Es divertido observar que Escalofrío en la noche introduce el teléfono como canal recíproco de comunicación e intercambio, a través de la forma radiofónica, un poco anticuada (pero todavía muy viva), del programa de dedicatorias. Además de las ondas que llevan las palabras del presentador del estudio a toda la comunidad, está la transmisión eléctrica de las palabras de uno de sus oyentes por teléfono, que permite que se produzca una discusión y una interacción. Recordamos, inevitablemente, La niebla (1980), de John Carpenter, en la que Stevie Wayne (Adrienne Barbeau) es, a la vez, guardiana del faro de Spivey Point y presentadora del programa nocturno, en la emisora KAB, alojada en el propio faro. Debido a su doble función social y a su posición geográfica dominante, está obligada a vigilar la comunidad de Antonio Bay, el pequeño puerto que se extiende a sus pies y el mar donde algunos de sus habitantes se dedican a la pesca. Si, a lo largo de una hora y media de película y veinticinco horas de tiempo diegético, asistimos al cambio de la voz de la mujer de la radio (sedosa, seductora y superficial al principio; más pétrea, lúcida y profunda –casi profética- al final), es porque, entretanto, el centenario del nacimiento de la pequeña ciudad ha despertado los fantasmas de su fundación inmoral y violenta, como ocurre con Evelyn, devenida psicopático espectro en Escalofrío en la noche, enfurecida por la desatención de Dave Garver.
En cualquier caso, y sin que nadie lo esperara, lo que podría haber parecido el capricho de otra estrella (¿cuántos actores reputados han probado suerte, y sin gran éxito, en la dirección?) se convirtió en una auténtica profesión de fe. Con la modestia colgada del hombro, la película avanza con una verdadera economía de medios. Clint Eastwood no es un cineasta metafórico. Durante gran parte de la película, su estilo se asemeja al suyo propio: directo, despreocupado, sin aspavientos. Eficaz. Hay planos aéreos (la escena inicial, incluida una extraordinaria canción de los Gator Creek) y una propensión a los escenarios naturales. Siguiendo un arco narrativo que de repente se vuelve tenso, es cuando Evelyn pierde el norte cuando la cámara cambia, inestable, más oscura. Cuando, gracias a las artes indiscutibles de Clint Eastwood, la luz desaparece en favor de la noche. Negro tinta de fascinante suspense y un talentoso desarrollo de todo el potencial de la trama al límite del drama. En la siguiente película del tándem Siegel y Eastwood, la mítica Harry el sucio, cuando el policía protagonista persigue a unos atracadores de bancos, pasa por delante de una sala que anuncia en su marquesina Escalofrío en la noche. Damas y caballeros, el Cine está servido.
Ficha técnica |
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