Si la muerte daña a los seres humanos, también daña a los demás animales que pueden disfrutar. Oscar Horta
Son las 8:10 de la mañana, tengo sueño, estoy cansada, he dormido bastante mal. Cojo la incorporación habitual a la autovía y mientras cambio de marcha veo un bulto en la cuneta. Quiero pensar que es otra cosa, una bolsa tal vez, pero a medida que me aproximo queda claro que es el cuerpo sin vida de un gata tricolor. Verla me parte por dentro, pienso en mis gatas, las he dejado calentitas en el sofá del salón. Las imagino a ellas, tiradas ahí, en esa cuneta sucia a las afuera de la ciudad, solas, muertas y me invade una bruma de pena.
Ver cadáveres de animales me perturba desde que tengo memoria. Pero ver sus cuerpos atropellados es algo que me supera. Por mucho que lo intente no puedo evitar imaginarme sus últimos momentos, su estrés viendo cómo los coches se dirigen a ellos, su desconcierto, su angustia y finalmente ese golpe que acaba con ellos. Me gustaría parar el coche poner los cuatro intermitentes, rescatar su cuerpo y enterrarlo en la huerta. Darle una sepultura digna. Pero no lo hago y me pesa.
No quiero incorporar esa imagen como una forma habitual del paisaje. No quiero asimilar la muerte olvidada como algo asumible. Me aferro a la idea de que la indiferencia ante el dolor de otros seres vivos es algo va en detrimento de lo que somos como sociedad.
La pandemia debería habernos hecho ver que morir es un hecho naturalmente social. Puede que sea uno de los momentos que más precisa del mito ya que nos trasciende. Siempre asistimos a muertes ajenas, tal vez incluso necesitemos del rito no tanto por quien ya no está, sino por quienes se quedan. La pérdida es la mayor y más clara certeza que deberíamos incorporar a la vida. Pero actuamos como si no estuviera ahí. Como si no fuera cosa nuestra. Cuando de repente o finalmente llega, siempre es demasiado tarde para ocuparse bien de ella. Con tanto quehacer en asuntos mayores se nos pasa por alto que lo más valioso que tenemos entre las manos es algo considerablemente único y frágil.
El año pasado por estas fechas leíamos muchos titulares que recogían testimonios de personas que morían sin sus seres queridos cerca, acompañadas por personal sanitario que les asistía en ese irse. Pero vuelvo a pensar en la gata tricolor y es como si la vida humana estuviera en otro nivel. Parece ontológicamente superior y por eso merece atención. Si es cruel dejar ir a alguien sin despedida ¿por qué no lo es con un animal? La muerte de los animales también debería ir acompañada de algún tipo de ritual que pusiera en valor sus vidas, debería provocarnos el mismo respeto, la misma solemnidad.
Pienso también en Leo, un gatazo precioso que adoptamos hace unos años, recuerdo su mirada de dolor en el veterinario antes de dormirlo para siempre y sé que él también sabía que se estaba apagando. Si has mirado a los ojos alguien antes de irse sabes muy bien de lo que estoy hablando.
El especismo que vertebra nuestra sociedad también se encarga de determinar cuáles son los cuerpos que importan en el sentido más amplio de la expresión. La muerte parece ser sólo una tragedia en los cuerpos humanos. Cuando ocurre en otros cuerpos es ley natural, supervivencia en todo caso. No nos toca la fibra, nos cuesta más conectar con ese dolor, con esa pérdida y mucho más si no se trata de animales domésticos. En todo caso, es como si solo los animales no humanos que viven en casa tuvieran el derecho a un ritual de despedida. Me pregunto si es porque humanizamos nuestra relación con ellos o porque pensamos que al pertenecer a nuestra cotidianeidad merecen un ritual de salida de la vida ¿Esto es así o lo hacemos así para que sea menos doloroso para nosotres?
Decía Aristóteles que el ser humano era el único animal dotado de palabra y que eso era lo que fundamentalmente nos diferenciaba de los animales ¿habría cambiado algo nuestra percepción de la vida animal no humana si pudieran decirnos que sienten también dolor, tristeza, miedo, felicidad?
Querría sepultura para todas las vidas que se atropellan y yacen en cunetas, una despedida digna para todos los animales, un trato justo también en sus despedidas en mitad de tanta miseria afectiva: poner la sintiencia en el centro.
Un ejemplo reciente son los casi 900 terneros que se sacrificaron en Cartagena hace unas semanas. Si realizáramos una analogía con nuestra especie y fuese en un grupo de criaturas hacinadas durante meses, sin higiene y sin alimento nos echaríamos las manos a la cabeza. O tal vez no, tal vez sería un depende, ya que parece que para algunas personas la dignidad obedece más a las coordenadas geográficas que a la convicción ética de que todas las vidas merecen un trato justo, una vida digna.
Igual tiene mucho que ver cómo tratamos a los animales no humanos y cómo nos tratamos (humanamente hablando). Tal vez si la crueldad está instalada en nuestra forma de tratar otras vidas no humanas es más fácil que los resortes salten por los aires, sobretodo cuando hablamos de opresiones que articulan las realidades a las que se enfrentan otros cuerpos. Puede que al no ser capaces de mostrar cuidado, ternura, empatía y justicia hacia otras vidas lo que estemos sentenciando sea un abismo entre nuestros cuerpos y otras morfologías impidiéndonos conectar con otras formas de ser y sentir. Puede que los límites entre animales no humanos y humanos sea meramente una ficción rentable a un sistema de explotación de animales humanos y no humanos.
Quizá la salida a tanta violencia pase por cuidar los vínculos que cualquier ser vivo merece independientemente de su especie. Quiero vivir en un mundo en el que no haya animales asesinados, en el que los cuerpos de los animales nos movilicen afectivamente y generen los mismos sentimientos que los que se deberían dirigir hacia nuestra especie sin ningún tipo de miseria moral.