Si antes eran consideradas como distracciones banales, las nuevas series de televisión se van acercando al estatuto de obra de arte.The Wire, The Sopranos, Treme, Six Feet Under, Boardwalk Empire, Homeland, etc. A pesar de que son productos destinados a conquistar grandes mercados, el público culto las admira. Los orígenes de lo que se ha llamado «televisión de calidad» se remonta a principios de los años 70 cuando la NBC, la CBS y la ABC americanas comenzaron a dirigirse a un público joven, urbano, con alto nivel escolar pero sobre todo con un importante poder adquisitivo. Nacida en 1972, la HBO comenzó a invertir masivamente en el campo de la producción de series a partir de 1990. Así vinieron: Sex and the City, The Sopranos, Deadwood, Trueblood, etc.
Está claro que no son vulgar propaganda, así lo sabemos, al menos, desde La estética geopolítica de Fredic Jameson, donse se planteó el análisis adecuado de los fenómenos culturales. También lo ha visto así el vicepresidente de la cadena Zach Enterlin: «el centro del blanco […] es un público de espectadores entendido, a quienes no les guastaría ser tomados por idiotas por los anunciates ni ser manipulados como marionetas». Tanto es así que recientemente el Premio Nóbel Mario Vargas Llosa llegó a asegurar que The Wire tenía la ambición totalizadora y las sorpresas de las buenas novelas, añadiendo que nunca había visto nada parecido en televisión. Allí, los personajes no están estereotipados. Resultan únicos. Todavía recuerdo cuando McNulty llega al piso de Stringer Bell y de un estante toma La riqueza de las naciones de Adam Smith preguntándose: «¿a quién he estado investigando?». Sin duda, la mejor forma de definir a un personaje de la complejidad de Stringer.