Era una delicia trabajar con Welles. Algunas veces la escena que se estaba rodando era tan hilarante que ni él mismo podía contenerse, y la estropeaba con sus carcajadas. Esto podía muy bien ser a propósito: sencillamente quería contarla(John Huston, Memorias)
Hasta donde recordamos, el cine de Welles siempre estuvo incompleto.
No son pocos, en este sentido, los remontajes finales que se llevan a cabo sin él, tales como los escandalosos ejemplos de El Cuarto Mandamiento The Magnificent Ambersons, 1942) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958). También hay casos de películas dirigidas en parte por él, aunque firmadas después por otros, algo que se aprecia en Estambul (Journey into Fear, 1943) o El tercer hombre (The Third Man, 1949). Nada, pues, parecía ser wellesiano en su pureza absoluta y, sin embargo, todo lo que estaba relacionado con él era de él, de su universo e imaginario personales.
Cuando se inician los primeros rumores de que Bogdanovich estaba haciéndose cargo de reorganizar el material de The Other Side of the Wind (Al otro lado del viento), la película eternamente inacabada de Orson Welles (entre otras vicisitudes, porque el español que traía los fondos para la película, provenientes de Irán y de la propia España, se había fugado con el dinero) saltan también las alarmas: la infame Netflix produciría el montaje, con más de cien horas de un material que nada tenía que ver con ellos, a la vista de su habitual mediocridad. Muchos clamaron entonces -como James Stewart al advenir el cine en color o Pete Seeger, al ver qué ocurría si se colocaba una guitarra eléctrica en las manos del genio Dylan- que se negarían en rotundo a visionarla, que la maldición de los dioses eternos caería sobre todo lo que rodease la película o que, si bien en los casos más radicales, habría poco más o menos que prender fuego a las copias existentes y que nunca quedase finalizada.
Lo que pasó después, porque era inevitable que ocurriese, es que todos, con mucha o poca reticencia, terminamos viéndola.
Como hubiese suspirado el flaco maese Shallow, en Campanadas a medianoche (Chimes at midnight, 1965): «Jesus, the days that we have seen». Dios mío, las cosas que hemos visto. Porque de eso trata y en eso consiste, en el fondo, The Other Side of the Wind. De lo que hemos visto previamente en Welles y que nos podría dar la certeza de que estamos ante una película suya y no del productor Frank Marshall, de Bogdanovich o, en fin, de la propia Netflix. Pero también de los días que hemos visto a lo largo de décadas de Cine y que no volverán.
Del Cine, pues, en esencia y presencia.
Estamos en Hollywood, a principios de los 70, después de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) –pésima como Cine, es verdad, pero de innegable interés sociológico- o de los crímenes del nefando Charles Manson. Es el Hollywood anterior a Tiburón (Steven Spielberg, 1975), pero con la nostalgia de un American Graffiti (George Lucas, 1973). Esto es, sigue siendo básicamente una tierra de fantasía, donde todo el mundo quiere lo que otros tienen, o tuvieron, antes de que terminasen los locos sesenta y que se llevaron consigo la ilusión de la era de Acuario y las reglas del sistema de estudio. La terrible guerra del Vietnam había acabado con el sueño americano, pese al napalm, y el supuesto paraíso comunista se mostraba cada vez más como el horror absoluto que fue, antes que nada, mientras que el capitalismo convertía en oro cuanto tocaba, para arrebatárselo luego al desalentado respetable.
Así las cosas, decíamos, el inicio nos traslada a Beverly Hills, donde el director de cine Jake Hannaford (John Huston) celebra su setenta cumpleaños, vestido con ropa de safari y el atavío añadido de una copa y un cigarro puro, en las manos. Hannaford está rodeado de equipos de filmación documental y de su propia mafia personal. Eso sin olvidar a productores variados, jóvenes modernos, groupies, críticos expertos en Hannaford y demás prototípica fauna. Están allí Dennis Hopper, Paul Mazursky, Claude Chabrol y Stéphane Audran (no por nada, Audran y Welles habían sido protagonistas de un magnífico film de Chabrol como La Década Prodigiosa, en 1972), interpretándose a sí mismos, al igual que el protegido de Hannaford, Brooks Otterlake (Peter Bogdanovich), recién nombrado chico dorado de Hollywood. Pero los principales hombres del antiguo director, incluido su último descubrimiento, un muchacho hippie llamado John Dale (Bob Random), están notablemente ausentes, y Hannaford sabe que carece de fondos para su proyecto de regreso al cine, protagonizado por Oja Kodar y que, por todo lo que se nos muestra, diríase una película de arte psicodélico y sensible mala calidad, que parece traicionar todas las ansiedades de su creador. Al final de la noche, Hannaford morirá en un accidente automovilístico.
¿Suicidio, destino o exceso de alcohol?
Por otro lado, aparte de la fiesta de cumpleaños de este envejecido y excéntrico Hannaford, visionaremos algunos fragmentos de la película que está filmando el director y que aún no ha terminado. Fragmentos que son, en esa especie de erótica deambulación (Welles no tiene problema en filmar desnuda a su pareja Oja Kodar, la mayor parte del tiempo) e irreverente onirismo, una aparente muestra del cine europeo de los años sesenta. Es pues patente e inevitable afirmar que nos sabemos ante un divertido lienzo autorreflexivo. Desde el inicio se nos dice que Hannaford está muerto y que es una celebridad, como lo fue, recordemos, el Charles Foster Kane de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Pero la presencia –de momento, fuera de plano- de Otterlake, narrador del prólogo en tiempo contemporáneo, y la propia muerte absurda de Hannaford, traen a la mente del wellesiano un sinfín de voces: ah, los días que hemos visto.
Primero de todo, la dinámica de hombre joven fascinado por hombre mayor (que ya habíamos visto en el Welles de The Magnificent Ambersons y Chimes at Midnight), resurge en la compleja relación entre Hannaford y Otterlake. El viejo cineasta codicia el éxito que rodea a Otterlake, quien a su vez se deleita en contar las leyendas de Hannaford, de cuya amistad presume. Recuerden ustedes al mexicano idealista Vargas y al racista y taimado Quinlan (Charlton Heston y Welles, respectivamente) de Sed de Mal. La admiración y el odio. Las dos caras de la misma moneda. El exceso emocional.
Súmenle a esto los temas que nos son familiares en Welles -ilusión, identidad, memoria o traición-, todos ellos presentes y de mayúscula preponderancia. Hannaford, condenado al ostracismo, es como Rosebud, igual que Falstaff era Rosebud. ¿Y qué hay del Mr. Clay de Una Historia Inmortal (The Immortal Story, 1969)? ¿Acaso ese postrado y molido Clay no es también como el cojo Quinlan, cualidad ésta que, por cierto, también mostraba el abogado de El Proceso (The Trial, 1962)? Decadente, como decaían Kane o Harry Lime, que pasa de la estafa al más burdo asesinato. Sin futuro y secuestrados por el pasado. Como Clay, lo que veremos es una leyenda —de la que todos hablan, pero sólo uno conoce- convertida en realidad. Todos ellos, igual que Hannaford, son el trineo infantil que será arrojado al fuego por un par de trabajadores anónimos.
Mezclando ficción y realidad mientras se filma (Hannaford está como el propio Welles, luchando por terminar su película), se nos ofrecen diferentes niveles de lectura, de todo punto absolutamente vertiginosos. El mismo Welles, gran amante de las máscaras y el disfraz, pareció divertirse con esta película, que comenzó a rodarse en 1969 y que, para 1972, estaba prácticamente terminada. Si bien siempre negará haberse dibujado a sí mismo en el propio Hannaford (algo que uno no cree ni por un segundo, ya que comparte con él muchas similitudes, incluido su exilio en Europa, las dificultades para terminar su película y una poderosa reputación), se deleita, sin embargo, en disfrazar la realidad y hacer de la película filmada por Hannaford una filmada por Orson Welles pero que no se parece en nada a una película de Orson Welles, ya que se trata de una de Jake Hannaford. El truco y la controversia están servidos porque, aunque es evidente su incesante burbujeo creativo, lo creemos herido en esa batalla por dotar de una emoción real a su historia. No podemos tener toda la certeza, claro está, aunque llegados a este punto y conscientes de que ha desaparecido casi todo el equipo que estaba en ella, incluido su director, sea tan imposible como innecesario.
Lo cierto es que estas secuencias de escenas -a veces absurdas, a veces chirriantes, por norma divertidas- refuerzan la impresión de una obra loca, quizá de la más loca de ellas y que, finalmente, no podremos desentrañar como él la hubiese querido.
En cualquier caso, lo que hay de Welles en The Other Side of the Wind es, ni más ni menos, que el entusiasmo típico de su artífice original –pulido aquí, además, por un montaje conscientemente deslavazado-, una tragedia de traición a través de composiciones ingeniosas, representadas en espacios arquitectónicos profundos, cuando no absurdos, que se registran como ilusiones ópticas entre las variantes fotográficas de las que se sirve el director. Esta geometría inhóspita, en constante movimiento y entrecruzar de historias o anécdotas, con un claro núcleo emocional basado en la relación entre el joven Otterlake y el viejo Hannaford, es el final de la obra, la caída del telón. Falstaff ha dicho su última palabra, rodeado de un sucio pasado hollywoodiense (incluido el Comité de Actividades Antiestadounidenses) cuyo vínculo con el presente es la paranoia y la autoexpresión.
Hannaford -hasta cierto punto, una amalgama autodidacta de Welles, Huston y varios escritores y directores de la generación anterior- protagoniza un falso documental que, sin embargo, se parece demasiado a dos películas distintas: con sus cortes rápidos y un montaje que se diría más propio de un conjunto pirotécnico (imágenes en color y en blanco y negro, formato panorámico y rectangular en 35 y 16 milímetros…), está estilísticamente más cerca de Fraude (F For Fake, 1973), pero su canto sobre la memoria y la tragedia de una realidad que se ha tornado indescifrable, su héroe inicial devenido en antihéroe y convertido en un ser infinitamente más frágil y diminuto, conforme es mayor lo que vamos conociendo de él (recuérdese, de nuevo, a Quinlan en Sed de Mal, escuchando las profecías de Marlene Dietrich) nos lleva, de incontestables modo y manera, a la originaria Ciudadano Kane.
Lo que se produce en The Other Side of the Wind es un proceso de deconstrucción doble: por un lado, de la vida de Hannaford y, claro, de la propia cinematografía, con su collage ficticio de imágenes granuladas a lo cinéma-vérité. El genio del megalómano Welles es el que dota de un poder casi sobrenatural a sus personajes para luego asistir, él mismo, a su propio final. Todo en Welles es la mentira de la palabra misma. Sus imágenes la fijan y destituyen de todo sentido para que estalle en pedazos, descompuesta.
Son personas vinculadas por completo al Cine. Son puro Cine, al asalto de una cámara que las sigue enmarcando entre el humo y las tablillas. Su realidad es la de una competencia constante, el rechazo y el fingimiento interiorizado, y aunque el ejercicio (iniciado por Welles y completado en un esfuerzo hercúleo por Bob Murawski) sea wellesiano en una fracción de segundo, si queremos decirlo así, se parece demasiado al teatro. Y Welles era teatro, también en esencia. En un momento dado, las luces se apagan y la certeza de quien suscribe estas palabras, aunque el debate esté abierto, es que no se trata de una película de Orson Welles en el sentido cerrado del término, pero sí de una película de Orson Welles en un sentido más amplio. Es su universo y son sus planos e imágenes. No es su montaje sino el de, presumiblemente, no poca gente. No es tanto Shakespeare como sí una reinvención shakesperiana del mundo del cine hasta sus últimos estertores. Probablemente, The Other Side of the Wind hubiese sido la más wellesiana de las películas de Welles. Con él no caben certezas. Sea lo que sea esta gloriosa criatura de Frankenstein que ha pasado por nuestros ojos, exuberante y claustrofóbico bombardeo sobre el arte de la película casera, los personajes de tamaña tragedia neoclásica que se congela y se desintegra con idéntico frenesí reclaman nuestra atención, se aferran con desespero a la relevancia y a la insinuación, a lo homoerótico tanto como a una rampante misoginia.
El resultado es una película perturbadora cuyo contexto de realización es, en última instancia, tanto o más emocionante que el producto final: una sinfonía elegíaca que tiene para sí el postrer miedo de un artista a ver el reflejo sublimado de sus propios deseos. Lo que el arte oculta, tanto como revela, sobre su creador: la final palabra de un Welles ya sin Welles, pero con sus ecos. En soledad creadora pero acompañado de su imaginario. Con manos ajenas en el montaje, pero edificado éste sobre un material que rezuma, desde cada poro, al shakesperiano y viejo demiurgo de la mentira.
¿Acaso no fue siempre así, realmente?
Ficha técnica |
---|
|