Noto cómo se me quema la piel y mañana lo pasaré mal pero ahora mismo no me quiero mover. La brisa caliente nos golpea y una estructura de palmera llena de agujeros se rinde ante el sol de verano. Huele a sal. El té con azúcar nos despierta un poco y nos deja la boca pastosa, completa de sed de la mañana. Hemos dormido poco. Seguimos sentados un centímetro demasiado cerca y tú tienes sal pegada en el cuerpo del día anterior, cuando aún no queríamos pensar en hoy. Al desnudarte vi tu cuerpo oliva cubierto de manchas blancas pero ninguno de los dos dijo nada. Nos quedaban aún algunas horas ligeras, para qué pasarlas hablando de algo que no tiene remedio. Hay que ducharse, refrescarse un poco antes de salir. Ya hemos preparado la ropa que vas a llevar, has escogido un libro que te regalé la última vez y has guardado, cuidadoso, algunas camisas de verano. Los dos sabemos que no leerás y que la ropa no te va a hacer falta. Te tiembla el pulso al agarrar el vaso y leo en tu muñeca las manecillas del reloj mientras el tiempo se marchita en silencio. La ciudad,abrasada por el sol, nos acompaña solemne. Observo tu rictus serio, tan distinto al de ayer en la noche. Tu pelo oscuro está pegado a la frente y la luz del día me descubre tus ojeras oscuras, la piel sin brillo, los labios violeta. Estás cansado. Llega un olor ácido mezclado con la menta y el aire se hace cada vez más pesado. Deberíamos movernos, pienso sin decir nada. Unas gaviotas se quejan en el cielo. Me miras. No vas a llegar a tiempo. Permanecemos quietos, el sol punzante en la piel. No hay prisa. En la tetera queda aún té con azúcar.