Esta pregunta, que tanto tiene que ver con la etimología de «de-siderare», puede que reciba todavía más sentido después de haber leído este libro plagado de etimologías. En los cuentos, singularmente en los de los hermanos Grimm, se nos conmina a recordar cuando desear era todavía útil, formando ese «todavía» parte de un «in illo tempore» mítico. Por eso si esta pregunta que planteo ahora se hiciese posible y cobrara sentido, es porque el libro ha acabado mal, de una manera en la que nunca lo hacen los cuentos -no al menos para Simone Weil, Benjamin, Wittgenstein o Heidegger, lectores privilegiados de una biblioteca infantil de la que alguna vez habrá que dar cuenta- si la pregunta es posible es que todo se ha hecho imposible. La posibilidad, incluso la inminencia, de esto imposible, es lo que Esquirol viene nombrando, por lo menos desde un ensayo casi programático con respecto al que ahora mencionamos[1]ESQUIROL, Josep Maria: La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Acantilado, Barcelona, 2015., con las máscaras de lo lleno y de lo vacío. Me refiero al nihilismo, como un hecho y un evento que pulveriza todo evento. Porque lo que ocurre es que nada ocurre, nos hemos privado de algún acontecimiento, de cualquier cambio de sentido. Hay, sí, una avidez de la novedad, que diría el autor de Ser y tiempo, pero nada que sea un novum, un inicio, puesto que vivimos en una inmensidad sin cobijo.
Pensar es resistir, resistir-se a esa pulverización del ser en nombre de la actualidad. Es pensar en casa, en lo próximo, desplazado por las solicitaciones de lo que «verdaderamente importa», y que lo hace de manera incesante y uniforme desde los medios de masas o la fábrica del intelectual orgánico. En efecto, mucho de lo que encontramos en este filósofo puede recordarnos otros reclamos de época. El problema es que una consigna no es un pensamiento, incluso cuando la quincallería se vuelve tan refinada como la de un ex-ministro francés de Educación[2]Valga como ejemplo FERRY, Luc: Familia y amor. Un alegato a favor de la vida privada. Taurus, Madrid, 2008., mientras que Esquirol toma buena nota de lo que supone un acontecimiento de verdad en filosofía. Lo único que comparte es el eco de un malestar civilizatorio. Uno al que, por cierto, no puede responderse mediante lemas vacíos o presunciones de sociología pedestre. De lo que nos habla Esquirol es de cómo reparar el mundo, eso que en la espiritualidad judía se llama tikkun, la gran restauración de las cosas. Sólo que restaurar, en el sentido mesiánico estricto, significa en realidad hacer un pequeño cambio. Como que la gran restauración, desde lo pequeño y hacia dentro, tal vez sea el menos espectacular, el menos actual o novedoso de los cambios. Porque, lo dice muchas veces y de diferentes maneras nuestro pensador, es el bien quien sostiene el mundo, aunque no sea digno de la actualidad. Eso supone, entre otras cosas, apartarse de cualquier desmentido gnóstico del mundo, defender una especie de materialismo, siempre que no se entienda esto como una toma de partido por tal o cual descarnada opción metafísica.
Es materialista en cuanto que su actitud es la de alguien que se deja conmover por la realidad, por la carnalidad del don y el cuidado. El mundo no es sólo lo que te dice que no, como sostendría un idealista empecinado, sino que esa negativa también nos empuja hacia lo otro, hacia su respeto y con la atención que merece[3]ESQUIROL, Josep Maria: El respeto o la mirada atenta. Una ética para la era de la ciencia y la tecnología. Gedisa, Barcelona, 2009.. Porque el mundo es también lo que te puede abrazar. Ser materialista no es rechazar la espiritualidad, más bien al contrario, puesto que lo íntimo no es lo interior, sino la superficie de contacto con lo otro. Uno está como en casa con la conversación de la amistad, con la caricia o la escucha. No está dentro de casa. Eso, intentar entrar dentro, es lo que pretende toda invasión, toda fantasía de dominio técnico, de seducción, de depredación sexual, sobre lo que, en definitiva, es indisponible. Los que aman no hacen el amor, dejan que el amor los haga, que es algo muy diferente.
¿Dónde habríamos de encontrar el novum, el inicio de esa restauración del mundo? Pues no en un paraíso, perdido y además nada apetecible. Con La penúltima bondad, el filósofo ha puesto cerco al más común de los gestos metafísicos, que es el adanismo, el poderoso mito de que es ahora cuando empieza todo y que, en efecto, reduce a polvo todo cambio y lo vacía de contenido. Una vez más, de nuevo, empieza todo, pero sólo un poco antes de que alguien vuelva a asegurar de nuevo que es ahora cuando lo hace. De este modo no dejamos que crezca nada, lo privamos de raíces a fuer de querer ser radicales. Es más fácil pensar en el fundamento como un abismo que como lento humus, sobre todo cuesta menos tiempo. En el paraíso, nos lo recuerda Esquirol, no había vacas. La vaca pertenece ya a las afueras del jardín, no al jardín mismo. Y a eso, a las afueras es a dónde se dirigen la resistencia, el regreso del pensamiento. El verdadero meridiano está en lo cotidiano. En ser capaz de verlo y vivirlo de nuevo, de percibir la enormidad de todos esos pequeños cambios que parecen insignificantes pero son tal vez los únicos significativos.
Esto me lleva al último aspecto, aunque no el menos importante, de la obra de Esquirol. Me refiero a la exquisita belleza del lenguaje. Porque los problemas filosóficos, salvo que tengamos el hábito de llenarnos la cabeza de pájaros, un poco como el terapeuta de René Magritte, son los problemas de todo el mundo, si es que se para un momento, si se da tiempo y se lo da a las cosas, como lo hace el lento mantillo oscuro sobre el que crecen los seres vivos susceptibles de crecimiento. Esta generosidad es la que genera. Para muchos de nosotros dicha generosidad no es la del heroico dar, esa virtud que hace regalos de la que hablaba el muy solitario Nietzsche, sino esta otra mucho más difícil y silenciosa del recibir y aceptarlos. Para muchos de nosotros, decía, dicha pasividad, a la que no creo que sea indiferente la belleza del pensamiento de Esquirol, tiene que ver con esa mirada un poco más limpia que se llama fenomenología. En definitiva no se trata de volver a un hipotético jardín sepultado por el pecado, sino a las afueras del paraíso, a este mundo de ahora al que teníamos un poco perdido de vista.
No hay falso inicio que pueda evitarnos la gloria cierta de un final: «Aquí, en las afueras, quien piensa y ama, vive. En las afueras, hay zonas muy áridas, donde casi nunca llueve. Cuando lo hace, cada gota da paso a un brote de hierba. Cuando una gota cae en las afueras, en el desierto, da vida, hace nacer y es generadora. Quien va al desierto, no es un desertor, nada tiene de avaro, y genera la comunidad que vive. Aquí, en las afueras, quien piensa y ama, vive. Vive más que nada más. Aquí, en las afueras, acurrucados sobre lo que amamos, generamos, pero también esperamos. No un paraíso perdido, ni una verdad impersonal -que dejaría de ser verdad-, sino algún tipo de ternura, de calidez, de abrazo.»[4]ESQUIROL, Josep Maria: La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana. Acantilado, Barcelona, 2018, p. 183 En la noche de los deseos, cuando caen las llamadas lágrimas de San Lorenzo, piensa que es sólo polvo de estrellas, pero fíjate qué trazo, qué huella luminosa deja en la oscuridad la ocasión de nuestro anhelo.
Título: La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana |
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Referencias
↑1 | ESQUIROL, Josep Maria: La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Acantilado, Barcelona, 2015. |
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↑2 | Valga como ejemplo FERRY, Luc: Familia y amor. Un alegato a favor de la vida privada. Taurus, Madrid, 2008. |
↑3 | ESQUIROL, Josep Maria: El respeto o la mirada atenta. Una ética para la era de la ciencia y la tecnología. Gedisa, Barcelona, 2009. |
↑4 | ESQUIROL, Josep Maria: La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana. Acantilado, Barcelona, 2018, p. 183 |