Sloterdijk o el Candidato Gnóstico (Regresiones III)
Comentario a SLOTERDIJK, Peter: La herencia del Dios perdido. Siruela, Madrid, 2019. A más de uno podría sorprenderle que haya escogido este título para comentar un libro de Peter Sloterdijk, quien no creo que sea exagerado describir como el último gran pensador antirreligioso del siglo, toda vez que el gnosticismo es una religión. Incluso una […]
¿Qué quiere confesar Ani Galván?
Está bien. Convengamos que la pregunta parece muy clara. Pero no quisiera empezar por aquí, sino por otra confesión. Sí, esto es algo meditado y no puedo hacerlo de otra forma: confieso que no voy a empezar por el libro del que quiero hablar, que es, a su vez y entre otras cosas, una confesión […]
Tocar una música de ciegos
Antes de seguir adelante, me gustaría tratar de responder a quienes puedan sorprenderse de que estemos hablando de música aquí. De esa música imposible siempre de decir. Jacques Derrida ha escrito varias veces sobre pintura, dibujo, arquitectura, fotografía, cine. Lo ha hecho acompañado, a menudo, por sus propios amigos escritores pintores, dibujantes, arquitectos, fotógrafos o cineastas. Pero no ha sido así en cuanto a la música. Podríamos preguntarnos qué sentido tiene entonces hablar sobre ello, siquiera mencionarlo en una sola palabra.
Variaciones sobre lo inacabado
Lo que es indudable es que Meyrink modifica por completo, no ya la mística sefirótica y del hombre primordial (Adam Kadmon) de raíz hebrea, sino también la leyenda específica de la creación del Golem por Rabbi Löw, el Maharal de Praga. De hecho, el Golem no es nadie, no en el sentido de la identidad convencional, sino una singularidad traspersonal, como refiere el marionetista Zwakh, quien tal vez debido a lo proporcionado de su oficio para dar cuenta de este gran guiñol espectral, transmite la que tal vez sea la más medular de las versiones o variaciones del Golem que presenta en la novela.
A título (póstumo) de más de uno: circonfesiones del Otro
Desde que tengo uso de razón, Jacques, este amigo, o Derrida, este amigo al que nunca conocí y sobre el que intento escribir sin saber si es posible, nos habla, o más bien nos llama a la muerte. No piensa en la muerte. No piensa la muerte. Más bien, tal vez, piensa a muerte. A fondo. Cuestión de analogía: incondicional e irreconciliable. Como la sonrisa, la última de las últimas: sonrisa a través de las lágrimas, más allá del rastro y del archivo. Recuerdo de una promesa o promesa de un recuerdo. Una despedida es una transacción entre dos imperativos igualmente irreconciliables. Por eso esta es una carta breve a un amigo, decía, cuya respuesta no obtendré jamás. No habrá postal, ni siquiera una carta en souffrance. En souffrance: dolorosa porque todavía para siempre pendiente, algo que quizás se correspondería con cualquier palabra que uno escriba a la muerte de alguien, mejor aún, después de la muerte, póstumo a la propia muerte.