Esa misma mañana se había levantado con el sol radiante. Pero era extraña la sensación de calidez que sentía al contemplar la escena. Después de las horas de desasosiego, luego seguidas de una larga noche difícil de conciliar el sueño, mi cuerpo lánguido se había arrastrado por las dependencias de la casa hasta haber llegado a la suya (que antes había sido nuestra).
Una luz cegadora entraba por la ventana abierta del cuarto y hacía reflejarse la sombra de su perfil sobre las alisadas sábanas blancas de la cama que había dejado hecha -o que quizá, ni siquiera había deshecho-. Entrecortada su mirada, la dirigía hacia el exterior. Allí fuera contemplaba la Nueva York industrial de los años cincuenta, pintado el paisaje del rojo anaranjado del ladrillo de las fábricas. Desde lo alto de su apartamento se podía observar también una hilera de edificios perderse en el horizonte, probablemente con muchas otras mujeres mirando desde sus cuartos y ventanas, en línea con la suya, hacia no sé muy bien dónde. Algunas de ellas acompañadas de un hombre que quizá todavía durmiera tendido sobre el lecho; o de una mujer (he conocido a varias de ellas); aunque seguramente, la mayoría lo hicieran solas.
En efecto, ella estaba sola, y yo la miraba apoyado sobre el marco de la puerta, ciertamente oculto. No había reparado en mi presencia y me supongo, esperaba que ya me hubiese marchado antes de salir de allí, con la señal del sonido de la puerta cerrarse.
Entiendo que buscar respuestas en un día como el de hoy resultaba un proyecto ambicioso. Solo le acompañaba el silencio y espero, la idea, aunque vaga, de que la vida continuaba tras aquello: las manijas del reloj continuarían moviéndose en su sentido normal, al igual que lo hacía el sol, que esta mañana había salido y con el paso de los segundos acabaría por ponerse en la tarde.