Acostumbraba a llegar siempre tarde, le gustaba hacerme esperar. Al fin, abrieron las puertas del cine y la cola desapareció de mi vista de manera disciplinada. Me armé de paciencia, apoyado en una farola y mirando de vez en cuando el reloj y a las chavalas que pasaban. Llegaron algunos rezagados, al trote, compraron sus entradas en taquilla y entraron precipitadamente. Llegó, asimismo, la noche, un gajo de luna rodeado por un cerco como de gasa y jirones de nube, casi fantasmales.
Luego fui testigo de un atraco en la oficina de la caja de ahorros de enfrente, aunque, para entonces, ya habían cambiado la película en cartel. También presencié dos accidentes de tráfico y el intento de suicidio de un señor que se quiso tirar de una azotea y la huelga general de noviembre. Y la de basureros, obvio.
Supe disimular mi malestar cuando la vi doblar la esquina. Se disculpó por el retraso con torpeza, según solía, y me contó que se había casado y que tenía dos hijos, un nene y una nena. Como llevaba prisa, quedamos en tomar algo al día siguiente para ponernos al corriente de nuestras vidas. También podemos ver una película, se le ocurrió, ya en el semáforo. Claro, una película, asentí y luego consulté el reloj por si era tarde.