Tan solo fue en aquel momento, un trayecto vacacional trazado en el mapa. Carecíamos por aquella época de la comodidad que nos ofrece hoy en día internet – más bien era un pariente lejano del que apenas se sabía – y con el rotulador en mano, señalamos un punto desconocido, concreto y exacto.
Apenas conocíamos el enclave de su entorno, escasos datos recopilados de la provincia de Huesca, nos animaron a realizar aquel especial e inolvidable viaje. Sin imaginar por un instante que su paradisíaco paisaje permanecería fielmente ligado por siempre a nuestras neuronas.
Selva de Oza, nos deleitaba con una exquisita alfombra de sensaciones y contrastes. Abedules, pinos y hayas mecían sus extensas ramas, con suaves movimientos de complacida ceremonia.
Espesos y sombríos bosques lucían un manto uniforme de verde hermetismo, mientras las campanas de algún cercano monasterio volteaban a lo lejos emitiendo viejos cánticos de ángelus.
Probablemente bajo la nieve del invierno se quedaron atrapadas multitudes de florecillas blancas, besos imperecederos, eternas promesas y palabras.