Una. Retumba entre las colinas que rodean el puerto.
Dos. El Viernes Santo pasado oímos las veintiuna salvas que conmemoran la muerte de Cristo mientras tomábamos unas tapas en el muelle. Te pregunté si no te parecía una crueldad conmemorar una muerte a cañonazos. Como respuesta, te quejaste de que los tigres estaban fríos, las bravas no picaban y la cerveza no tenía espuma.
Seis. En mayo me quejé yo. De que tú estabas frío.
Siete. En verano picábamos los dos, el uno al otro, como abejas furiosas.
Ocho. En octubre éramos tigres, depredadores que dan zarpazos por puro instinto.
Once. En otoño trenzaste las noches a los días. A las bravas, de un portazo.
Doce. Me enroqué en un invierno de somníferos, ojeras y vino.
Hoy, después de meses sin hablarnos, hemos quedado en el puerto frente a unas tapas. Al principio estábamos fríos, más que la cerveza. Pero los tigres han vuelto, antes incluso de que llegaran las bravas.
Y he huido.
Quince. Tanteo el vacío con un pie. Al fondo del acantilado, el mar se rompe en espuma. Derrapa un coche a mi espalda. Miro. Sales de él. Corres. Creo que gritas. No te oigo. Sólo veo la o oscura de tu boca, que parece expandirse en ondas, como en ese cuadro que nos gusta tanto.
Dieciocho. Me apartas del borde del abismo. Me abrazas como si quisieras trabar nuestras costillas. Apoyo la cabeza en tu pecho. Mi mente da tumbos. Hablas. Dices que sí, que conmemorar una muerte a cañonazos es una crueldad. Que conmemorar dos sería insoportable.
Veintiuna. Salvas. Me. Nos.
