Al poco de colgar el cartel y dejar una nota previa en la inmobiliaria, un listado de nombres y de teléfonos inundó de lleno la tranquilidad habitual de nuestra casa.
Ahora son otras manos diferentes quienes hacen girar su cerradura, abren los grifos a diario y depositan algún que otro sueño en una almohada de látex que ni siquiera han elegido ellos.
La propia ley los defiende a ultranza como dueños y señores, por unos cientos de euros mensuales. A los propietarios nos relegan a un segundo plano, sin importar que el inquilino pueda dejar a su paso un sinfín de averías y desperfectos varios.
Qué despropósito arrancar de la jardinera las preciosas suculentas y el crecido árbol de jade. Algún día tendré que pedir disculpas a nuestro viejo hogar por haber dejado entrar a tanta persona ingrata.