Me dice A. que le gusta mirarme hacer cosas, pero sobre todo le gusta mirarme descubrir cosas, porque –según me cuenta, yo no me he visto nunca- se me ilumina la cara como a una niña chica en la mañana de Reyes, cuando ve que el platito de agua para los camellos está vacío y que a los pies del árbol hay un montón secretos envueltos en papel brillante… y son para ella, para que los descubra y los disfrute.
Confieso que a pesar de que he vivido veintitrés cincos de enero, mi mejor mañana de Reyes fue la del martes pasado, cuando por causalidad empujé una enorme puerta de cristal para preguntar «¿está abierto?» con voz nerviosa y pequeña. Dos sonrisas y un sí al unísono para consentirme el acceso a un oasis al que llevaba semanas deseando entrar. Porque al final la palabra que mejor podría definir Pynchon&Co es la que utilizó M.: oasis. O tal vez refugio. Al fin una librería en Alicante. Una Librería, con mayúscula, una de verdad. Una con un catálogo plagado de lo que en algún momento a alguien se le ocurrió llamar “libros prescindibles”. Prescindibles porque no son bibliografía de manual. Porque no son bestsellers. Prescindibles porque no son eso que mola tanto y que está en el TOP 10 de ventas en un país en el que se edita y se compra mucho, pero al parecer no se lee tanto. O sí, y en esta ciudad-aldea todavía no nos habíamos dado cuenta.
A. se dio cuenta de lo que me estaba pasando allí dentro, pero también se dieron cuenta Sara, Marina, Manu, cuando me vieron pasear por los estantes con los dedos de puntillas sobre los lomos de los libros. Yo misma me di cuenta del brillo en mis ojos y traté de justificarlo diciendo algo como «es magia» cuando, al subir los primeros escalones, encontré dos espacios íntimos y una segunda planta con cafetera y la intención de convertirse en lugar de lectura, trabajo o simple reposo. Desde ahí escribo estos días, sentada en un chester que ya tiene más de hogar que mi propio hogar, con Elle Belga sonando de fondo y los chicos trabajando duro, porque quedan todavía cajas llenas de tomos que esperan impacientes a ser catalogados y colocados para poder ser después ojeados, hojeados, estudiados, devorados. Desde aquí escribo hoy, Chet Baker (gracias también por esto) al altavoz, un ejemplar de El duelo de la luz encima de la mesa, los lectores recorriendo boquiabiertos el paraíso Pynchon&Co y un montón de proyectos en mente que han nacido entre sus paredes blancas volándome como pájaros poderosos en la cabeza. Y me siento como participante indirecta en un gran espectáculo de magia, no de ilusionismo –no hay trampa ni cartón aquí, miren, escribo arremangada-. Porque al final, igual que el ansia del amanecer a principios de enero que tienen los niños no es tanto por el regalo como por todo lo que lo rodea, el encanto de Pynchon&Co no reside tanto en los libros como en el ambiente acogedor –y culto y distendido y, pero sobre todo acogedor- que se respira en ella (y por los libros, eh).