La lógica de la vida se les escurrió de entre los dedos cuando el médico sentenció a su hijo a una enfermedad de nombre impronunciable que le impediría crecer demasiado. Abandonó la ciudad y escapó a las montañas: a una masía solitaria y destartalada anegada de árboles y campo. Con el dinero que sacó de la venta de su vieja casa compró dos vacas y un arado. Bien temprano lo trajinaba, incansable, y todas las noches con unas tijeras de podar desmochaba –solo un poco– frutales y jaramagos. En septiembre tras la vendimia empezó, mientras su retoño dormía, a recortar serrucho en mano y de consuetudinario la infinitesimal parte de un suspiro de las patas de las sillas y los armarios. Con el mismo tesón que manejaba la azada remetió furtiva una y otra vez los bajos de su pantaloncito estampado de patos y se encargó de lavar hasta hacerlos menguar unos zapatos que el pequeño no se ponía porque siempre corría felizmente descalzo. Y los días que la recolección no le dejaba fuerzas para seguir empequeñeciendo aquel mundo y aparte que había creado, sonreía al ver cuánto había estirado su hijo mientras le cantaba nanas tañendo un clavicordio enano.
A mi madre, que ha hecho su vida la nuestra. Te quiero.