A los hombres nos pasan cosas que luego los grandes artistas representan. La primera vez que lo contemplé se me saltaron las lágrimas, y es que la juventud nos mantiene impresionables: se acaba la juventud y se pierde la capacidad para el asombro. Ahora, con mucha más calle en los ojos, algo de literatura en el cuerpo y esa paz indiferente que da la edad, el efecto que me provoca es distinto, aunque igualmente paroxístico. Me gusta Picasso y lo considero el gran retratista del mogollón del siglo XX; pero el Guernica no me transmite lo que dicen que cuenta. Es lo bueno del arte, que se somete a la ingenuidad del espectador.
Picasso es, para mí, uno de esos artistas cuya obra tiene la música silenciosa que le sabe dar cuerda al corazón: me hace reaccionar. Pero cada cual reacciona a los estímulos según es su persona o va siendo su vida y eso poco remedio tiene. Y si en las meretrices Señoritas de Aviñón uno entrevé hasta qué punto la mujer es el Laberinto del Minotauro masculino, en el ciclópeo mural que nos/me ocupa, la escena que cobra vida y nos contempla como si los retratados fuésemos nosotros se me vuelve el reóforo de otra realidad más sutil y preocupante.
Independientemente de que se tratara de un encargo de la cochambrosa República a un simpatizante comunista para prestigiarse fuera de España y trabar amistades (le pagaron en dinero y dándole la dirección del Prado, no la del callejero, se entiende, sino la otra), o de que el cuadro haga o no alusión a un episodio concreto del último capítulo de nuestra sempiterna y colorista guerra civil, ésa que dio comienzo cuando mandamos a Pepe Botella a su casa y que ya viene siendo como una novela rosa por entregas (ay, nuestras guerras civiles que tanto nos unen), yo veo muchas más literaturas en su prosa narrativa.
Ocurre que cuando uno está metido existencialmente en la retórica de esas guerras europeas que los chovinistas llaman mundiales, pues difícilmente identifica poblaciones vizcaínas en el cuadro a no ser que reciba el estímulo del título. Pero no olvidemos que Picasso no titulaba sus obras en primera instancia, ni siquiera de instrucción, sino que los títulos le venían dados tiempo después por sus amigos. No estoy cuestionando que la pintura haga referencia al episodio que todos sabemos, nada más lejos, Picasso sabrá. Lo que sí afirmo es que, entre líneas, el talento llegó más allá, todo lo allá que nosotros queramos dejarnos llevar. Y esa fantasía es la que me permito cuando disfruto/sufro del cuadro y me lo cuento a mí mismo.
Falta el perro. Si el Guernica hiciese referencia a una escena de cuando los españoles nos andábamos matando España arriba y España abajo, debería contener, como mínimo, el galgo corredor del Quijote, que es lo que estábamos ametrallando entre 1936 y 1939, pues el perro cervantino es la convención de lo que hemos sido y lo que estábamos dejando de ser. Picasso era, antes que rojillo, pacifista. No nos engañemos: los más grandes artistas españoles fueron comunistas solo en la pose (Alberti en su exilio de Italia se dedicó a los vinos, se fue por la parra del capitalismo comercial y no se planteó ir a Moscú a fingirse un poeta maldito. Un día hablaremos de su dichosa paloma). De haber sido tan comunista, Picasso no habría estado frecuentando el lujo y las bragas de Francia en ese despiporre que todos le conocemos, que el hombre no paraba. Pero pacifista sí que era, y mucho antes que John Lennon pusiese moñas con el Imagine a toda una generación que se liaba canutos debajo de la foto del Che (tiene narices, un cafre como el Che Guevara convertido en icono intocable. Vae victis!). Pero volvamos a Picasso.
En la beligerancia del Guernica, como en la de Masacre en Corea, está contenido todo el pacifismo moderno y posmoderno. Y en el comunismo impostado de su autor queda reflejada toda la contradicción de quien siente como un proletario lo ajeno pero vive lo propio como el burgués que todo hijo de vecino aspira a ser. Lo cual que el pacifismo, por ser un sentimiento noble, no es necesario adulterarlo con colores políticos: el propio Guernica apenas tiene dos matizados en gamas y ahí está, icónico, salvaje, menstrual.
El otro día escuché en un capítulo de la única serie de dibujos animados potable: «los cuadros los llevan a los museos para que nadie los vea». Me hizo gracia porque es verdad. Por mucho que las pinacotecas presuman de visitantes y de que el arte deba estar a buen recaudo y a salvo de los petroexpoliadores, tendemos a equidistanciarnos de él por lo que nos pueda enseñar o hacer sentir (la cultura está muy bien, pero ¿y si se me pega algo?). Y es que nadie quiere que le hablen del dolor más allá de los dramas familiares de Han Solo o de las cuitas génitoamorosas de Mario Casas, desafío logopédico del cine-español-también-es-cultura. En realidad, el dolor humano debe ser muy poco importante cuando la distancia lo borra con tanta facilidad y sólo aparece en los telediarios a una hora convenida.
Pero vayamos al grano. ¿Qué me dice a mí el Guernica? ¿Qué me está contando a través de sus grises y oscuridades? Quizá para responderme deba buscar otra de las fuentes de inspiración del artista: la Grecia Clásica.
Ío, torturada por un tábano, en perpetuo vagabundeo angustioso, había recorrido todos los mares. A uno de ellos, cerca de Italia, le dio incluso su nombre: Ionicos. Su nieta, Europa, corrió peor suerte. Paseaba la jovencita por el prado con sus amigas y en su mano una cesta de oro forjada por Hefesto que le había heredado a la yaya, cuando se le plantó delante un toro rubio, un toro ario (los aqueos eran arios, ojicelestes y danubianos, como los valses de Strauss o los banqueros de la Merkel). El bovino, que era inmigrante ilegal, se fue a Europa y le lamió el cuello. Ella lo acariciaba mientras secaba la espuma que le manaba en abundancia de la morrera. El toro se arrodilló ante ella y le ofreció la grupa y la chiquilla se le subió encima. ¡No lo hiciera! El animal saltó hacia el mar. Europa, aterrorizada, miraba hacia la playa, llamaba a sus compañeras tendiendo un brazo en el vacío. Pero ya era demasiado tarde: un tábano, tal vez el mismo que molestara a su abuela años ha, atizaba con su aguijón al toro y el peplo de la joven se hinchaba por detrás como una vela púrpura soplada por el viento (el viento sopla más en lo purpúreo, que es un morado erótico, amoratado, un rojo asfixiante, como Varufakis, ese Ulises menestral). El viaje de Europa hacia Europa había comenzado. El último episodio, hasta ahora, de las invasiones de los Pueblos del Mar parece que son las violaciones de Año Nuevo en Colonia.
Me pregunto yo si el toro del Guernica no será aquel dios encarnado que, raptando a la doncella, nos dio a todos nuestra identidad europea. Me pregunto yo si no es Europa la que aparece junto a él, llorando desconsolada con el hijo de ambos muerto en sus brazos, tal vez de hambre, pechos secos, ya no lácteos, ojos sin pupila, ojos cadavéricos, la obscenidad de la muerte. Quizá el guerrero que agoniza sea todos los guerreros, desde Aquiles hasta Carlomagno, desde el Cid hasta Almanzor, y los de después, que han regado con su sangre los campos del continente, sangre vana, derramada en balde, sangre para nada, sangre sin color y sin sentido, porque la sangre debe estar irrigando venas y no desparramándose entre casquería humana, ya en Normandía, ya en las Ardenas, ya en Afganistán o en Irak, que ni siquiera son Europa. Los antiguos dioses eran inmortales y por eso dioses, porque no tenían sangre que perder, y de ahí la hecatombe como altar divino y homenaje. Y digo yo si el caballo acaso sea Rocinante, Babieca, Bucéfalo y todos los caballos de nuestra Historia, de nuestra cultura, que gritan un relincho espantado mientras la inconsciencia les revienta y eviscera en una escena de terror que sólo él, protagonista auténtico de las batallas, identifica: la batalla de la cultura y de la identidad que se pierde. Se hace la sombra sobre las Luces que el alma humana prendió en el continente ilustrado (la puerta que se abre, la lámpara de aceite que entra, entraba, entró). Acaso su portadora sea la Libertad, que ya no guía al pueblo porque la libertad es suicida y no enseña las tetas ni en misa. Encima, refulge un ojo que todo lo ve, que todo lo mira, un iris de altotecnología y electricidad, una bombilla que se enciende y nos apaga, que se enciende para apagarnos, que se enciende y por eso nos sume en la oscuridad… ¿eso era el progreso? ¿matar con eficacia? ¿la sinrazón exponencial? Cuerpos desmembrados que todavía respiran. ¿Quién es el soldado del puñal? ¿Acaso Bruto con la daga empapada por la sangre de César? De su mano nace una flor de esperanza, una flor que crece efímera sobre la muerte para perfumar y morir. Una flor que se ubica justo en el centro de la imagen, en el axis mundi de la intrahistoria. A la derecha las llamas devoran, en una cuarta parte del mural, a una víctima que aúlla desesperada. Sus gritos se oyen porque son silenciosos. Una cuarta parte de la historia de Europa, sí, serán crematorios, hogueras inquisitoriales, piras y pirómanos sin pirotecnias; la biblioteca de Sarajevo en llamas por voluntad de intelectuales que se metieron a guerrilleros nacionalistas y salvapatrias. El fuego del carbón industrial es el mismo fuego de quemar vivos a los celtas, de quemar vivas a las brujas y de quemar cadáveres judíos pasados por el ahumado del Holocausto. El ser humano dividirá pronto el átomo, Picasso lo sabe, para quemar al mogollón y con eficacia los cadáveres vivos de hombres, mujeres y niños, ya sin discriminación de raza o religión, etnia o filiación; sin necesidad de cámaras de gas, sino a lo demócrata, sin excepciones. Es lógico que el fuego ocupe tanta superficie en el censo terrorífico de la obra. El siglo XX quemó todas las utopías del hombre en la pira funeraria del dinero. Picasso, en un fotograma, resume toda nuestra historia, todo lo que fuimos y lo que ya no seremos, todo, en fín, lo que somos. Las pupilas blancas y ciegas del hijo de Europa, de los hijos de Europa, son la mirada de todo lo que no vimos. Homero también era ciego y Ulises su ideal de hombre, muy alejado del hombre ideal. Nosotros quizá seamos un parpadeo entre dos invidentes: Homero y el hijo muerto de Europa. Nosotros tal vez seamos los cadáveres entre dos narrativas ciegas de un mismo mundo.
Y es que, ya digo, a los hombres nos pasan cosas que luego los artistas representan. La Europa de la Primera Guerra Mundial fue preparándole el lienzo a Picasso para su Guernica. Él lo que hizo fue reducir a armonía, sensatez y belleza todo el desorden de la muerte y ponerle argumento pacifista a la cosa. Pero falta el galgo: el toro es la España histórica y el perro la cotidiana. Ambos muertos en la guerra que organizan siempre algunos hombres para salvarnos a los demás de una vida tranquila.