Antonia remueve con el cucharón el agua con fideos y la pastilla de caldo vegetal mientras añade un huevo duro troceado al puchero.
—Está buena —dice Mauricio sirviéndose otro cacillo—. Un poco sosa. ¿Tú no comes?
Antonia empuja el salero al brazo izquierdo del marido; del derecho le cuelga una manga vacía.
—Después. Ahora no tengo apetito.
—¿Hay segundo?
—Si quieres, puedo asarte una manzana.
—Hace mucho que no comemos carne.
—El sábado traeré unos muslos de pollo. Pediré un adelanto a la señora.
—Trabajas demasiado, Antonia. Esos señoritingos se aprovechan de ti. Para la miseria que te pagan…
—Nos da para pagar las facturas. —Al instante, se arrepiente—. No quise decir eso.
—No. Tienes razón. Soy un inútil.
—En serio, perdona.
—Mañana iré a ver al Genaro —se anima él de pronto—, quizá necesite una mano el sábado con el reparto. —Sonríe amargamente tocándose el muñón—. Ya verás —le acaricia la mejilla—. Este domingo ¡chuletas!
—Claro, Mauricio —suspira ella tragándose las lágrimas.
—Y pasteles, Antonia, y pasteles.