«Cuando charlamos en nuestros cafés apresurados y en nuestros chats aún más rápidos, no hago más que pensar en las amapolas vulnerables que somos, en las que se arman a sí mismas para convertirse en piedra, hierro y fuego contra la amenaza.»
Carolina León – Trincheras Permanentes.
Álbumes
De pequeña me encantaba escuchar las historias que contaban mis abuelas. Rastrear en los álbumes de fotos familiares e ir investigando quién era quién. Algunas caras era fácilmente reconocibles: mi madre, mi padre, mis tíxs, mis primxs… pero había otras fotos que se me resistían, esos rostros serios, sin una historia detrás me daban vértigo, también pena y curiosidad. Tal vez saber un poco más de sus historias, entender qué les había pasado, cómo habían vivido me ayudara a saber un poco más quién era yo…
Hay historias que se cuentan en las cocinas de las casas, hay otras que se escriben en diarios y nunca son contadas, pero las historias familiares… ¡ay, vaya melonazo! ¿cuáles son las que al final recordamos?¿Cuáles nos repetimos hasta convertirlas en verdad? ¿Cuántos recuerdos son relato? ¿Qué relatos se han convertido en recuerdo?
Abuelas
Tengo grabado en la memoria a mi abuela Isabel contando historias de cuando ella, mi abuelo, mi padre y mis tíos vivían en Cádiz. Mi abuela no sabía escribir, pero te contaba lo que hiciera falta con un desparpajo que sólo desprendía alegría. Sus historias olían a tostadas, café suave y geranios. La primera de sus historias era la del parto de una vecina en la que el niño, según mi abuela y las vecinas, había salido disparado hacia el techo. La imagen de un bebé viniendo al mundo a propulsión me dejaba siempre descolocada. Cuando quería saber más sobre esta historia, volvía a narrarlo con un cierto toque místico: “la vecina parió a un niño pájaro y quiso volar, el techo se quedó lleno de sangre. El bebé murió a las pocas horas de nacer”.
La otra historia, que también la cuenta a veces mi padre, es la de una vecina cuyo marido le pegaba, a veces porque la comida estaba caliente, a veces porque la comida estaba fría. Luego iba al bar, donde se encontraba con mi abuelo y allí se jactaba de lo que hacía en casa.
Mi abuela Chon, mi abuela de Tobarra, contaba también cómo su padre “el Castor”, reprendió a una de sus hermanas por haberse comprado unas zapatillas con unos pompones que ponían en riesgo su decencia. Se había comprado unas zapatillas de “pilingui” decía mi abuela. Pero la Chon contaba esta historia más seria, el gesto era otro. Otro de los clásicos era cuando ella o sus hermanas iban a llamar a algún hombre de la familia al bar y lo hacían desde la puerta porque tenían prohibida la entrada.
De hecho había más historias, hay más historias y las he olvidado. A veces las recuerdo a ratos pero me da rabia-pena haberlas dejado tan escondidas en la memoria, que me cuesta recordarlas. El día que mi abuela Chon se olvidó del nombre de mi hermano entendí que estas historias son mías, son nuestras. Con cada uno de sus olvidos me aparecen las ganas de escribirlo todo, de no olvidar nada de esas piezas del puzzle de su vida. Guardarlo todo en una caja para poder volver a ella siempre. Qué miedo da ver asomarse a una desconocida a la cara de alguien que conoces.
Cuidados
Tengo la sensación de que a veces, adoramos épicas que hablan de luchas que nos quedan muy lejos y las cercanas se nos escapan entre los dedos. Hay tantas historias de superación, dolor y lucha en nuestras familias como en los manuales de historia del feminismo. Pero incluso nosotras, que nos consideramos feministas, que a veces nos cansamos de tener que explicar porqué lo somos, tendemos a ver a las nuestras, muy frecuentemente, en un segundo plano. Y cuando digo a las nuestras no sólo me refiero a las de nuestra familia, si no a las que resisten desde la más absoluta vulnerabilidad, cuyas voces tienen que gritar el doble para ganar (con suerte) algo de escucha. Cuyas historias de dolor quedan reducidas a una anécdota mal contada en el bar o resuenan en el patio de vecinas.
¿Cuántas historias nos hemos perdido? ¿Cuántas podemos recuperar? ¿A cuáles prestamos atención?
Ver a mi madre recordarle cachitos de memoria a mi abuela con paciencia, sin agitación, a pesar del dolor detrás de sus olvidos. A pesar de que todos los días no son buenos, que algunos son: días de pólvora. Devolverle a ratos la memoria, me reconcilia con el mundo. Nos queda mucho camino para entender que los cuidados también tienen memoria que están hecho de un material frágil y que suele tejerse en espacios tan comunes como inesperados.
Las que cuidan necesitan también ser escuchadas, su huella de cuidados, su frustración y su voz son lo más importante. Tal vez entendamos así, en esa acción de amor radical, una elección digna, necesaria y que urge ser compartida.
Ojalá escribamos sobre la vida, para que no se nos olvide. Ojalá no siempre tengan que cuidar las mismas, ojalá cuidemos por decisión. Ojalá consigamos contarnos otras historias, ojalá entendamos pronto que los patios de vecinas son el centro de la vida. Que nuestras abuelas ya lo sabían y las suyas también.
[…] lxs de la herencia cultural del patio de vecinas cuya banda sonora es María del Monte. Lxs que crecimos en casas sin libros porque el aprendizaje […]