Si la hubiese visto aquella noche… Estaba tan hermosa, con una palidez casi translúcida en contraste con sus mejillas encendidas. Había pasado la tarde predicando la palabra de Dios de puerta en puerta y el Espíritu Santo aún la poseía.
Un rayo de luna que se filtraba por el tragaluz le cayó sobre la raíz del cuello. Entonces su voz se volvió rumor de plumas. Tras un carraspeo seco brotaron de su boca serafines, esferas de luz que se transfiguraron en fuego alado al chocar contra las esquinas de la habitación. De un ataque de tos surgieron delicados querubines azules. Entre estertores expulsó ángeles majestuosos que volaron por la ventana, perdiéndose en la oscuridad con elegancia de ibis escarlata. Los seres celestiales se le agolpaban en los pulmones y, en su urgencia por salir, la asfixiaban sin remedio.
Yo solo quería ayudarla. Por eso le abrí una segunda boca en el cuello. Si no me cree, pregunte a los arcángeles de alas ensangrentadas que aún sobrevuelan el campanario de la iglesia, señoría.
(Basado en La noche del cazador, Charles Laughton, 1955)