Se acaba la confusa década de los sesenta.
Marianne (Romy Schneider) y Jean-Paul (Alain Delon) pasan sus vacaciones en una magnífica villa de Ramatuelle prestada por unos amigos entonces ausentes. Su idilio se ve turbado por la llegada de Harry (Maurice Ronet), un amigo común y conocido seductor, y su hija Pénélope (Jane Birkin, en su primer papel en francés), una adolescente de 17 años, y que hace gala de una aparente inocencia. Enseguida, queda patente que algo anda mal. Marianne quiere, por supuesto, a Jean-Paul, pero coquetea con Harry; Jean-Paul admira a Harry al mismo tiempo que se muestra celoso de él. Harry decide soplar sobre las brasas, empezando por humillar a Jean-Paul.
Todo el arte de Jacques Deray en su excelente La Piscine (La Piscina, 1969) consiste en instalar, con precisión de cirujano, el malestar, colocando primero los signos paralelos —aunque artificiales e ilusorios— de un universo lujoso y de una felicidad amorosa y cómplice entre Marianne y Jean-Paul. Luego, organiza un inteligente aumento de la tensión dramática a través de la confrontación psicológica doble (Harry y Jean-Paul, por un lado; adultos y adolescente, por el otro) reforzado por el juego sutil de los sentimientos cruzados del trío (Marianne atrapada entre su pasado con Harry y su amor por Jean-Paul).
Por fin, Deray da un giro radical y hace estallar —precipitadamente, casi al paroxismo de la tensión— la crueldad implacable del drama, de un modo, además, completamente inesperado. Queda así bien claro que los cimientos de la pareja formada por Marianne y Jean-Paul y que se mantienen sobre espacios y rutinas bien acotadas —la casa en el campo, la vida alrededor de la piscina, la costumbre de cocinar con mucho condimento y el amor libre— no son tan inalterables como pudiese parecernos en un principio. Es más, será el modo ocioso de esos días, junto con las fricciones con los otros dos, lo que haga aparecer la frustración, desconfianza, inseguridad e insatisfacción que sufren en realidad.
Deray comienza a mostrarnos imágenes de malestar desde el mismo inicio (aunque esto se ve más claro con el tiempo y los diferentes visionados del filme). Un malestar que se escribe de forma simbólica en los mismos créditos: lo que vemos son palomas blancas que revolotean sobre las ramas de un árbol sin follaje que, por su parte, dibuja una suerte de cuadro idílico de belleza natural y de serenidad. Serenidad y belleza a la que, además, contribuye el fondo musical de vocalizaciones, una música festiva y ligera.
Empero, estas imágenes son rodadas en contrapicado y las letras de los créditos se enturbian como olas que fuesen agitadas en la superficie por algún soplo invisible. Este efecto de inversión y de temblor sugiere visualmente —y claro, anuncia— toda la ambigüedad de los personajes y situaciones venideras. Ignoramos si se trata de unas imágenes que ve Jean-Paul tumbado de espaldas al borde de la piscina, o de su reflejo en el agua. La confusión y la ambigüedad están —sabiamente— servidas. Y el mismo árbol muerto domina de nuevo la piscina en el último plano de la película. Plano que muestra, a través de una ventana, a Jean-Paul y Marianne unidos, pero igualmente desesperados por su fracaso.
En medio, y tras una sucesión de acontecimientos que se desbordan, una investigación policial suspicaz e inquietante servirá para indagar todavía más en la dimensión psicológica de los personajes y medir la ambigüedad humana en su totalidad: Marianne descubre a un Jean-Paul que no conocía realmente y que se revela como manipulador y cobarde. Si por algo destaca la realización precisa de Jacques Deray —la inmensa mayoría de las escenas propuestas en la película forman un conjunto rico en significados— es por perseguir, de alguna forma, los signos exteriores de los sentimientos a través de miradas filmadas más de cerca, de gestos simplemente esbozados, de lo no dicho que, sin embargo, resulta reveladores o, por último, del más elocuente silencio.
Después de mayo del 68 alguien decidió que poner en práctica el amor libre nos exoneraría de los celos y de la cara más turbia del deseo, que nos liberaría del amor burgués. Esta es la historia de lo que salió mal. Entre la casi agotada nouvelle vague por un lado y los problemas de la incomunicación y la burguesía por otro (vid. Antonioni o Chabrol), Jacques Deray nos permite escrutar los rostros de los cuatro protagonistas con inquisitivos primeros planos que diseccionen el conflicto interior de ese mundo de apariencia tranquila. Al borde de esa piscina y terrenos aledaños, habitamos un ecosistema donde las más bajas pasiones germinan junto o quizás a causa del sosiego del lugar y la serenidad de unos días de verano.
Sin entrar a juzgar si se trata de un thriller o un drama, lo que Deray ofrece es, al menos, un importante documento sobre los cambios culturales y sociales de los confusos años sesenta, desprejuiciado y sin afectación alguna. Y, más allá, quizás un retrato de lo ambiguos que nacimos, sólo por nacer tan humanos.
Ficha técnica