El nombre de mi hermana no se puede mencionar en casa. Sentenciada por mi padre a buscar marido y un lugar donde echar raíces y para darle nietos, empezó a languidecer miserablemente, hasta que un día apareció con los pies hundidos en la tierra, los brazos metamorfoseados en ramas y con una espesa capa de hojas por cabeza.
Eso cuenta mi abuela.
No sé si es cierto, pero al llegar el verano, mi padre planta cada día su silla bajo el árbol del jardín y contempla las pequeñas flores que crecen, siempre tardías. No como lo haría un poeta, sino como quien ve florecer su propia sangre.