Madrid, jueves 23 de junio
El centro de la ciudad se conecta mejor andando, así que unas cuantas horas después allí me encontraba yo. De vuelta con un vestido largo de seda negro y los labios color carmín.
De lo que vino después, aún está borroso. Me comí el risotto, desde luego, era de boletus y trufa con queso curado, y probé las croquetas y los gambones rebozados; también el pastel de lima. Bebí vino (tinto, claro).
Y después pasó así, como de ensueño: era una cocktelería, la de Josealfredo, la luz tenue, los sillones de piel y en la mesa, un Tanqueray Ten con corteza de lima y naranja. Él se acercó, no sé cuánto tiempo llevaba yo allí o cuanto se había pasado mirándome él. El pelo negro canoso, encerado hacia atrás, la barba de un par de centímetros, un vaquero con una sencilla camisa blanca remangada al hombro, y un cinturón marcando su talla 42. De ahí luego las risas, los otros gin tonics y el paseo por Gran Vía hasta el taxi. Me invitó a dormir en su apartamento, en el que luego vino el cava en el sofá. Y el sexo en el sofá. Y el sexo en la cama también. Allí me he despertado esta mañana. Aquello debía ser por definición lo que llamaban loft: la cama de dos metros, las sábanas blancas, los techos altos, la decoración minimalista, el amplio salón cocina con barra americana y los grandes ventanales con vistas a la avenida de Goya, desde los que hemos desayunado.
Lo cierto es que tenía que marcharme o perdería el sentido de lo que había venido a hacer. Él trabajaba desde casa, o al menos ese día. No sé si era contable, me dijo. Tenía su número (y también su olor en mis fosas nasales); y desde luego, a Marta le había enviado una foto durmiendo en calzones.
Me puse de nuevo el vestido, pero ahora el color de los labios se me había caído. Atiné a peinarme un poco en su espejo y a arreglarme los restos del maquillaje de ayer. Me puse las gafas de sol y salí de allí. Todo parecía más resplandeciente, el calor menos asfixiante y las grandes avenidas ya no eran un problema. Comencé a caminar y a caminar sin rumbo. Me dirigía de algún modo de vuelta a mi hostal, pero aprovechando el atuendo, debía adentrarme en algún lugar especial.
Ese lugar fue el restaurante “La Rotonda”, en el icónico Hotel The Westin Palace Madrid, que se había inaugurado a principios de 1900 junto a la plaza de Neptuno. La magia se hizo en aquel lugar (que se desvaneció tan pronto como pagué 7 euros con 55 céntimos por el café). De hecho, sentada en aquellos sillones me sentía Kate Winslet a punto de ser retratada por Jack Dawson. Yo, en cambio, me vi acompañada por Mateo: una reunión de negocios, una cena sorpresa… Y luego la fogosidad de sus besos. Cuatro o cinco polvos con el calzonazos de tu padre desde que fuera mi exmarido y algún que otro señor de una noche, habían resultado orgasmos de lo más deprimentes. Aquellos, sin embargo, renovaron todas mis energías. De veras yo quise adoptarte, pero tu padre nunca pretendió asumir mayores responsabilidades. En verdad creo que los espermas de tu padre eran vagos a propósito.
La maravillosa cúpula atrajo toda mi atención. Inmensa vidriera en la que la luz adquiría diversas tonalidades: azul, crema y verde, rayando el espacio diáfano del Jardín de Invierno, como se le conocía al salón, ya que se ubicaba en el patio interior del hotel. Por fuera, el edificio es una de las manifestaciones de la arquitectura modernista madrileña, de mayor sobriedad arquitectónica que el modernismo catalán, que como se sabe su máximo representante fue Gaudí.
Hoy, que me sentía muy pintoresca estrenando sonrisa (menos frígida) y con vestido largo a 35 grados, a mi espíritu le inspiraba mucho más visitar el Thyssen-Bornemisza que el Museo del Prado o si quiera, el Reina Sofía. Entrar a la Colección Permanente me ha costado doce euros. He pasado sin pena pero sin gloria, todas las representaciones bíblicas, santos, santas y crucifijos, algo más interesante cuando he comenzado a ver los nombres conocidos de Hans Holbein y su retrato de Enrique VIII (el decapitador de esposas, el mismísimo Enrique de Los Tudor), Tiziano, Rubens, Antonio Moro y Caravaggio. A partir de 1750-1800 he comenzado a ver pinturas ya con otra temática predominante. Muchos retratos y paisajismos: Goya, Van Gogh, Renoir, los magníficos bodegones de Paul Cézanne, el modernismo y las vanguardias (Picasso, Kandinsky, Kirchner, Paul Klee o Dalí). He sentido verdadera fascinación por el hiperrealismo y la soledad de las mujeres de Edward Hopper, la muchacha cosiendo a máquina o la habitación de hotel. Me recordaban a mí todos estos años.
Cuando he salido de allí, mi reloj señalaba la una en punto. Debía de regresar al hostal y cambiarme de ropa. Ahora sin duda estrenaría mi vestido de lunares. He caminado después algo más de quince minutos hasta Lavapiés, donde se encuentra el mercado de San Fernando.
El barrio de Lavapiés
Este barrio es conocido como el barrio más multicultural de Madrid. Ubicado en el distrito Centro, queda delimitado por La Latina, Tirso de Molina, Atocha y Embajadores, más al sur.
En su origen, Lavapiés era la judería o barrio judío de la ciudad. La actual Iglesia de San Lorenzo ocupa el lugar que antaño ocupaba la Sinagoga. Y en el imaginario español, la denominación de manolo y manola que se da a los castizos de la capital proviene de la época en la que muchos de los judíos del barrio de Lavapiés se bautizaron con el nombre de Manolo para escapar camuflados de la expulsión a finales del siglo XV. Hubo una época en la que estos rivalizaban con los chulapos y chulapas de Malasaña, pero hoy día los términos se utilizan indistintamente para referirse a la gente vestida con el atuendo tradicional madrileño.
Ya en tiempos judíos, Lavapiés fue un arrabal, y ha mantenido hasta día de hoy su estatus de abandono. Al igual que las ruinas de las Escuelas Pías, que, como la mayoría de los edificios de carácter religioso, fueron incendiadas por el Frente Popular en época de la Guerra Civil. A cambio, el Frente Nacional borró cualquier mención de la República Española en Madrid, conservándose solo una única inscripción en la fuente de la Plaza de Cabestreros, en Lavapiés. Muchos años después quedaría rehabilitada como una biblioteca que ahora gestiona la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).
A finales de 1980, el barrio estaba habitado exclusivamente por gente mayor y poblado de casas viejas y de pequeñas dimensiones. La abundancia de casas abandonadas atrajo en los 80 y 90 a una multitud de jóvenes sin recursos (los baby boomers) que dio lugar al movimiento okupa. Hoy día la okupación ya casi ha desaparecido, pero como consecuencia, en el barrio se da la mayor agrupación de asociaciones y el mayor movimiento cultural de Madrid.
*Este fragmento ha sido extraído de una novela de viajes auto-ficcional.