Madre solo hay dos fue una serie mexicana creada y escrita por Carolina Rivera y Fernando Sariñana, estrenada por Netflix en enero de 2021. Cuenta la historia de Ana (Ludwika Paleta) y Mariana (Paulina Goto), dos mujeres absolutamente diferentes, que al darse cuenta que sus bebés fueron cambiados al nacer, les transforma la vida.
La palabra absoluta está subrayada, porque realmente ellas no podían ser más distintas. Rubia de cabello corto y morena de cabello largo, rica y pobre, trabaja y estudia, organizada y desenfada, son algunos de los paralelismos que la serie tipifica. Si bien parte del atractivo de la serie es precisamente la diferencia –y uno de los puntos de giro se basa en que una bebé lacta y la otra toma fórmula- hay demasiado esfuerzo en remarcar las contrastes. Esta energía solo conlleva a un lugar predecible de fusión de ambos mundos, dado que desarrollar más discrepancias no implicaría un desarrollo de la historia ni los personajes.
Al principio parecía incluirse en la larga y melodramática lista de novelas mexicanas que se centran en observar cómo dos bebes distintas se desarrollan en mundos que originalmente no les tocaba; sin embargo, sorprendió al saber que el conflicto iría más enfocado a las madres y su trabajo por la complementariedad, que a una larga proyección de capítulos de crecimiento de las bebés, secretos, inconformidad con el medio y estalle final del descubrimiento de vidas cambiadas.
Pero el interés de ver el desenvolvimiento de este giro refrescante, se descalabra al alargar un secreto de infidelidad, que explota al final en un ambiente demasiado melodramático. La incertidumbre del cáncer, con la intransigencia de las traiciones, la confesión desubicada de un nuevo amor y este secreto, crean toda la atmósfera que habían salvado al principio. Se pudiera pensar que toda esta catarsis es positiva en tanto provoca ganchos para la segunda temporada, pero lo cierto es que probablemente esa entrega se base en recomponer a los personajes y al ambiente que había al principio. Por tanto, toda la curiosidad que el giro del inicio había causado, el final no hizo más que cargársela y predecir el desenvolvimiento de la siguiente entrega, lo que deja a los espectadores con preguntas, sí, pero sin posibles sorpresas.
Cada capítulo se articula en función de un conflicto que se enuncia antes de la presentación animada, en tanto los grandes tópicos de la serie van desarrollándose y en ocasiones estos conflictos tributan a esos macrotemas, quizás no en contenido, sino en espíritu, crecimientos personales y tipo de solución. Este problema episódico se muestra al final como reto de superación propio y la mayoría de ellos están ligados a la figura de Ana, que va aprendiendo a ser más flexible, relajada y pasar más tiempo con su familia. En muchas ocasiones, Mariana es quien le imparte estas lecciones con sus actitudes. Este es otro de los extremos de la serie, pues mientras con Ana todo se vuelve demasiado material y terrenal en cuanto a problemas del trabajo, apariencias y reglas, con Mariana todos sus conflictos se resumen a lo sentimental. Los tópicos que comparten –y a veces resuelven con unos pocos diálogos- son relacionados a la familia.
Por tanto, hay una inclinación de tipo moraleja en cada capítulo, que cumple una función didáctica. Si bien tiene una visión moderna de la composición de la sociedad, abriéndose desde el principio a otra estructuración filial, lo cierto es que su eje fundamental – al que tributan todos los macrotemas y problemas episódicos- es la armonía familiar; mostrar y enseñar el dificultoso camino de su creación y estabilidad.
Si de algo no cabe duda es que Madre solo hay dos es refrescante y se mantiene en un tono de comedia que maneja los sentimentalismos con bastante destreza –exceptuando el ambiente melodramático del final-, no solo porque las actuaciones se mantengan en un registro controlado de expresiones, sino también por la melodiosa banda sonora, que adereza los momentos de intimidad y que probablemente sea uno de los pocos elementos salvables del final.