Siempre más o menos a esa hora, los trasplantados recorren el pasillo en camisón (lo hacen a trompicones, como los actores de aquellas películas antiquísimas a las cuales les faltan algunos fotogramas), abrazados los tiestos contra sus pechos, y pasan lo que queda de tarde aprovechando el solecito que da en la pequeña sala de espera de la cuarta planta del hospital. Se sientan, con las macetas encima de las rodillas desnudas, delante de la cristalera que ofrece una maravillosa vista del paseo marítimo y de la playa y allí permanecen, en silencio, con los párpados entornados hasta que el sol desaparece detrás de los edificios de oficinas del Parque del Agua. Cuando esto ocurre, cuando dejan de sentir el resol en la frente y las mejillas, comprueban los trasplantados con resignado optimismo cómo han esponjado los corazones, los hígados y los riñones en sus respectivas macetas de barro cocido pintado de rojo. Entonces los enfermos se levantan con dificultad, casi a la vez, y regresan con ese mismo paso titubeante y torpe a sus habitaciones, cada uno a la suya, con los revigorizados órganos, cada uno el suyo, debajo del brazo.