Es noche cerrada y el frío cala en los huesos, aunque nada evita que el público se amontone para asistir a la sesión de cine ambulante. Permanecen fascinados ante la sucesión de imágenes, con un punto de enajenación, mientras sus rostros se transfiguran en caleidoscopios por los que transitan sonrisas y melancolías. Sin necesidad de pantalla alguna, en el haz de luz del proyector irrumpen padres, hijos, familiares y amigos. Es un número de magia, todo el mundo ve aparecer por unos minutos a algún ser querido que haya dejado atrás, reviviendo momentos que jamás se repetirán. La enigmática función concluye siempre antes del amanecer, cuando los espectadores retornan a su oscuridad y el operador parte en busca de otro cementerio.