El niño arrastra su camión por la grada de cemento. Ajeno a la tragedia. El Jùpiter acaba de empatar y dispone de diez minutos para conseguir otro gol más que ni siquiera le garantiza la permanencia. También depende de lo que haga el Lloreda en Avià.
Oigo, a mi espalda, las ruedas del camión de latón que va de aquí para allá. Los labios del niño que vibran al simular el ruido del motor. En una grada vacía se oye todo. El niño. El camión. El árbitro que se dirige a los jugadores por el número. Los últimos minutos de un partido, de una liga, de una categoría que se nos escapa.
Veo correr al niño incansable del camión en dirección al córner. Dos abuelos impasibles, con gorra y bastón, siguen con la vista perdida las atolondradas acometidas de los grisgranas. Esto no lo saca adelante ni Serrano con sus gritos ni Carlitos Vidal. Posiblemente el niño sea el nieto de uno de los dos viejos. Posiblemente esos dos abuelos ya estaban en el campo cuando fui por vez primera a la Verneda con mi padre. Cuando el estadio se llenaba para ver al equipo legendario que ascendió a Segunda B. Posiblemente.
Pero ahora sólo hay cuatro viejos.
Un niño con un camión de juguete.
Y cemento.
Sigo acodado en la valla publicitaria de la grada sol. En mitad del campo. Donde acostumbraba a ponerme con mi padre. Quien está a mi lado ahora, como yo lo estuve entonces, es el niño. Con el camión asomándole por debajo del sobaco. Descubro su presencia en el mismo instante en el que el árbitro pita el final. Dos o tres jugadores del Júpiter, consumada la debacle, se dejan caer sobre el césped. Bernal queda de rodillas.
El niño tiene los ojos llorosos. Es demasiado pequeño para entender que todo esto es cíclico, que pasarán los años y dentro de unas cuantas temporadas, las que sean, el club volverá a Tercera. Así que le pongo la mano en el hombro con impostada gravedad. Una tragedia, chaval, le digo, una tragedia que hemos de afrontar de la mejor forma, siempre con optimismo, ¿entiendes lo que estoy queriendo decirte?, añado para desdramatizar.
Él me dice que sí cabeceando sin demasiada convicción, desoladamente triste y con las pestañas húmedas aún, y me alarga el camión para que vea las ruedas rotas, para que vea que no tienen arreglo.