Durante un tiempo la fotografía nos hizo creer que todo podía ser mirado, porque residía en el exterior. De ahí que fuesen tan frecuentes las fotografías de muertos, ejecutadas con un posado tan perfecto como vacío. Pero hay que repensar la lógica del fantasma, por ejemplo para hacerse a la idea de que la fotografía siempre trata del fantasma, pero hablamos de fantasmas sin nada de negativo. La instantánea de un muerto es un fantasma de un fantasma, así que lo que vuelve, ahora pletórico de consistencia, pertenece a la vida inextinguible de las imágenes. Por ejemplo es el mismo John Berger uno de los primeros en advertir que la fotografía del comandante Ernesto «Che» Guevara, abatido en la selva boliviana, ha obtenido un incentivo de valor por aproximación asintótica al Cristo Yacente de Mantegna. Sabemos por qué resultó así, que se juzgó útil no deformar su rostro con la balacera para que todo el mundo supiese de su final. Pero esto es un accidente, puede que la muerte misma sea siempre un accidente en la fotografía, puesto que esta siempre se ocupa de fantasmas. De ahí, de ese deseo de atenuar la angustia, el afán moderno de Instagram o Facebook con los GIF, los bucles, el boomerang visual.
Cuando Berger escribió este libro sobre un médico rural apellidado Sassall, y de quien sólo al final sabremos que su nombre es John, lo hizo con el fotógrafo Jean Mohr.[1]BERGER, John: Un hombre afortunado. Alfaguara, Madrid, 2017. Sabemos algo de lo que hace Sassall, o creemos saberlo, pero es como si observáramos a un espécimen de otro planeta a través de estas sobrias fotografías en blanco y negro. No es el único trabajo que hiciese con Mohr, de hecho soy de la creencia de que sólo se puede entender este si tenemos bien presente otro, que leí hace bastantes más años, porque en él ambos estudian la naturaleza problemática de la imagen, la dificultad de su interpretación. A lo mejor porque la única que cuenta es la vida que no vemos, y es precisamente con ella con la que tenemos que hacer nuestro relato. Tal vez por eso John Berger es un marxista en cierto modo raro, tan raro como suele serlo la inteligencia. Algo así como un marxista abierto al misterio, no hay que olvidar que su obra narrativa más importante es una trilogía que recibe su título del Evangelio de Juan. Los hechos, la positividad de lo positivo, tienen título de propiedad, y este Berger tantas veces exquisito, eligió más bien a los desposeídos: «Filosóficamente, podemos evadir el enigma. Pero no podemos mirar para otro lado.»[2]BERGER, John y MOHR, Jean: Otra manera de contar. Mestizo, Murcia, 1998, p. 116
Lo que se nos aparece en la foto no lo es todo, carece de la banal facilidad de las superficies. Esto que se hace fenómeno es apenas un resto, un ribete todavía visible de lo inaparente. Eso que identificaba Rilke tal vez como lo bello en el umbral de lo horrible, pero que nosotros tal vez haríamos bien en aligerar de esta connotación extremosa. Una buena foto, y el libro que comentamos es además un álbum excelente, no cohíbe la ansiedad, no aquieta la inquietud de aquello que no acabamos de ver. Claro que existen la fotografías inertes, domesticadas, pero esa inanidad de la imagen se debe, según diría Barthes, al studium, y lo declara de manera premonitoria a lo que parece: «El studium es el campo tan vasto del deseo indolente, del gusta/no me gusta, I like/ I don´t. El studium pertenece a la categoría del to like y no del to love; moviliza un deseo a medias, un querer a medias; es el mismo tipo de interés vago, liso, irresponsable, que se tiene por personas, espectáculos, vestidos o libros que encontramos «bien». [3] BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre fotografía. Paidós, Barcelona, 1999, p. 66 El punctum en cambio es aquello que nos punza, que nos altera e inquieta. Las fotos de Un hombre afortunado están muy puntuadas en este sentido, aunque sea a menudo por lo que en ellas nos falta. Ya la primera de ellas, que parece una panorámica inocente, está sobrecargada: las ramas que interrumpen, la angosta carretera con su pretil y la granja medio oculta en la vegetación, mientras el automóvil se diría como perdido en esa inmensidad sin embargo colmada.
Pero lo que no sabemos, lo que no podemos saber, se refiere también al propio médico rural, a John Sassall, de quien sin embargo sabemos muchas cosas gracias a John Berger, por ejemplo sobre sus primeros gustos literarios, esto es, sobre aquello a que le sabe la vida y que le da sabor: «A Sassall le influyeron mucho de niño los libros de Conrad. Contra el aburrimiento y la complacencia de la vida de la clase media inglesa en tierra firme, Conrad le ofrecía lo «inimaginable», cuyo instrumento era el mar. La poesía que se le ofrecía, sin embargo, no era amanerada o poco viril; muy al contrario, los únicos hombres que se podían enfrentar a lo inimaginable eran duros, taciturnos, mesurados y tenían un aspecto del todo normal.»[4]BERGER, John: Un hombre afortunado, p. 57 Un poco es así el propio Sassall a quien vemos auscultar, trabajar en menesteres comunitarios y a veces desplomarse de cansancio por tener que abrirse paso tantas veces, y a menudo con tan pobres armas, en el vértigo de la enfermedad, de la ignorancia y también de la muerte. Como el marino al que le han dado su primer mando en la línea de sombra, el médico tiene que gestionar aquello que, de suyo, es incalculable: me refiero al tiempo que queda, al que falta o se agota. Pienso por ejemplo en cómo tuvieron que administrar no hace mucho la esperanza y el razonamiento, privándose de la imaginación pero también de la ilusión, Alba Fernández Gómez o Mercedes Ruiz de Temiño Bravo. Y no lo hago por casualidad, sino porque eran mi tiempo o mi falta del mismo lo que debían administrar mientras yo permanecía in absentia. Así que estas páginas, dedicadas a la peculiar soledad de un médico de campo, son también un homenaje a ellas dos.
Aprenderemos mucho sobre la tarea de Sassall, incluso un poco sobre la incapacidad inglesa para formular las emociones. Pero también de ese característico aislamiento que supone el privilegio de la sutileza para un hombre especialista y culto en el contexto agrario de los años sesenta del siglo pasado. Aun reconociendo la naturaleza irreversible del tiempo, el médico asiste con frecuencia al desmoronarse de la madurez en sus clientes, como si la angustia les devolviese de nuevo a la infancia. A fuerza de cargar sobre sus espaldas con esta expresividad desatada, forma parte de la performance médica una cierta inexpresividad, una cierta dureza que se prohíbe la convulsiva imaginación del paciente. Entresaco, entre otras muchas indicaciones útiles, una cierta fenomenología del sollozo, con la que el médico ha de familiarizarse, pero que muestra un gradiente de resiliencia, de recuperación, diverso en el adulto y en el niño, sintomático de esa irreversibilidad del tiempo que se apodera hasta de nuestros gestos básicos: «El «porte» del adulto desaparece y los movimientos corporales se reducen a los más primitivos. Parece que la boca volviera a ser el centro del cuerpo como si fuera el lugar donde se origina el dolor y al mismo tiempo la única vía por la que puede llegar el consuelo. Se produce una pérdida del control de las manos, que de nuevo sólo pueden cerrarse o agitarse en el aire. Todo el cuerpo tiende a adoptar una posición fetal. Por supuesto, hay buenas razones físicas y psicológicas para todo ello, pero uno puede percibir la semejanza sin conocerlas. ¿Y por qué nos perturba tanto esa semejanza? De nuevo creo que la explicación hay que buscarla más allá de las normas sociales o de la compasión. En cierto modo, una vez detectada, esa semejanza pasa a ser negada rotundamente. El hombre que solloza no se parece a un niño. El niño llora para hacerse oír. El hombre llora para sí. Puede que crea incluso que llorando como un niño recobrará aquella capacidad de recuperarse propia de la infancia. Pero eso es imposible.»[5] BERGER, John: Un hombre afortunado, p. 126
Nos dice Berger que Sassall, the good doctor, es afortunado porque hace lo que quiere hacer. Y sin embargo, como una especie de apéndice o de exergo al relato, el autor nos revela un violento secreto que, por supuesto, yo no voy a comunicar aquí. Podría pensarse que esta secreto, arrojado así sobre el lector, de golpe, contradice o refuta la narración, el dibujo del personaje. Nada es menos cierto, desde el principio vimos que había algo que no veíamos. Porque la imagen no era falsa ni irrelevante, percibimos desde el principio que había algo que en la imagen falta, que está pero como lo que falta. La última fotografía nos muestra al doctor John Sassall subiendo el camino en cuesta hasta una granja. Hay algunos pocos peldaños bastante separados, labrados toscamente sobre el mantillo y la maleza, puede que más para evitar la escorrentía de lodo en tiempo de lluvias que para facilitar el ascenso, de nuevo tropezamos con un pretil que lo separa de un macizo de pequeñas flores. No sabemos para qué sube ese trecho ni si es para hacer un servicio, puesto que no advertimos que lleve maletín alguno. Si percibimos, por el esfuerzo de las piernas, que el sendero es bastante empinado. Y, sobre todo, nos damos cuenta de que Sassall, si es que es él, pues lo vemos de espaldas aunque su atuendo urbano tal vez lo delate, se aleja de nosotros. Lo hemos seguido lo que ha durado la lectura de este libro hermoso, y a veces mordiente como el pedernal. Pero se va, se aleja, porque nunca lo tuvimos ni fue nuestro. Porque Berger y Mohr en definitiva no hicieron trampas con nosotros.
Título: Un hombre afortunado |
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Referencias
↑1 | BERGER, John: Un hombre afortunado. Alfaguara, Madrid, 2017. |
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↑2 | BERGER, John y MOHR, Jean: Otra manera de contar. Mestizo, Murcia, 1998, p. 116 |
↑3 | BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre fotografía. Paidós, Barcelona, 1999, p. 66 |
↑4 | BERGER, John: Un hombre afortunado, p. 57 |
↑5 | BERGER, John: Un hombre afortunado, p. 126 |