En 1992, Quentin Tarantino daba un importante papel como actor al escritor y antiguo atracador Edward Bunker, en su sobrevalorada Reservoir Dogs. Tres años más tarde, beneficiado por el éxito de su carrera, Bunker publicó una novela titulada Dog eat dog (literalmente, «Perro come perro»), y evidente guiño al debut de Tarantino. Dos años después de su última película, Paul Schrader ha rodado una versión, cambiando los escenarios de Los Ángeles por Cleveland y trabajando en el guión, codo con codo, con el guionista Matthew Wilder. Los resultados son difíciles de ponderar, en primer lugar, porque no hay duda de que Schrader —uno de los mejores directores de la Norteamérica contemporánea— es el director adecuado en el proyecto adecuado. Sin embargo, ¿qué ocurre para que las opiniones oscilen entre quienes la califican de obra magna y los que lo hacen de bodrio? Probablemente, no se trata ni de una ni de otra. Dog eat dog está lejos de ser perfecta.
No resulta lo mejor de la carrera de Schrader, ni siquiera de sus últimos años, pero el director ha construido un desagradable —de contenido y de continente— thriller sobre el crimen y sin embargo, de sabroso toque cómic noir. Moderna de principio a fin, contiene, empero, las habituales tesis calvinistas de su personal autor, aunque bastaría con haber suprimido algunas partes, como la escena inicial, y haberla convertido en idéntica fábula enloquecida, pero durante hora y media. Aun así, nos parece que Dog eat dog supone un fresco y veloz despliegue de modernidad, en un mundo de híbridos apagados y remilgos ideológicos. Quizás el thriller siga siendo el único género que destila todavía posibilidades. Hay algo que la acerca a todas sus películas y algo que, por vez primera, la aleja igualmente de ellas. Si por una parte, se trata de un retrato sobre lo más bajo y sucio de la sociedad, donde la moral ha caído a niveles insondables, Dog eat dog también puede ser descrita como un juego, como un divertimento. Indescriptible mixtura entre comedia y thriller, llena de conductas directamente surrealistas, ultraviolenta, donde el amor ha desaparecido.
Troy (Nicolas Cage), un enamorado del dinero que debe delinquir para poder mantener su fastuoso estilo de vida, se hace amigo, en prisión, de Mad Dog (Willem Dafoe), un sanguinario asesino sin escrúpulos, aficionado a la cocaína, y de Diesel, un personaje directamente sin corazón (Christopher Matthew Cook). Una vez liberados, deciden formar un trío criminal, realizando trabajos para un mafioso apodado El Griego, hasta llegar al que podría darles suficiente dinero para su retirada. El secuestro de un bebé que, por supuesto, saldrá mal. Estos tres outsiders son parte de esa gran massa damnata, a decir de San Agustín, predestinada al final sin misericordia, a no obtener perdón alguno por sus pecados ni salvarse. No vemos justicia castigadora por ningún sitio, pero es de intuir que están abocados a su destrucción, desde el principio mismo de la película.
Bien es verdad que Schrader —a diferencia de otras obras suyas, poseedoras de una hondura casi teológica, como Hardcore (1979), American Gigolo (1980) o El placer de los extraños (1990)— esta vez lo resuelve en una caricaturesca explosión de imágenes sucias, moralidad perversa o directamente inmoralidad, sin concesiones al buen gusto o al realismo. La pandilla criminal se reduce esencialmente a tres títeres, con el cerebro destrozado por la droga y las armas incapaces de aguantar demasiado tiempo en el bolsillo. La interpretación de Nicolas Cage no ofrece sorpresas, más allá de lo demente y sobreactuado que parece, incluso autoparódico, tratando de emular con evidente torpeza, el gesto de un Humphrey Bogart. Willem Dafoe no es exactamente sutil en comparación, pero de alguna manera, encuentra una base trágica en su monstruo que busca el placer de la muerte, arquetipo de personalidad desgarrada que se condena a sí mismo. Quizás Christopher Matthew Cook es el único que se salva, por su rectitud interpretativa. Al lado de esa adrenalínica bola de energía que son Cage y Dafoe, resulte conveniente tener a alguien parado en medio de la balanza.
Paul Schrader, a menudo mucho más reservado como realizador, va más allá de la contención del resto de su filmografía, y filma en color, blanco y negro y virados al fucsia (si hace falta), como si cada escena estuviese diseñada para rendir homenaje a otro tipo de cine y conectar todos los elementos visuales posibles, sólo que estilizados en exceso y exagerados. El director se acerca a su propia película como si el experimento consistiese en asaltar el buen gusto y la vista cansada, y nos agota con su sobrecarga visual. Hay momentos que parece ofrecer un punto de vista distinto, único para un thriller, aunque luego se hunda en parafernalia convencional. Schrader no ha hecho una comedia ni un drama, ni tampoco un thriller cuya solución sea capaz de convencer a puristas, aficionados o a calvinistas (estos últimos, por cierto, disfrutaron de lo lindo con buena parte de su magnífica obra).
No, quizás porque Dog eat dog es demasiado buena y demasiado mala, pero siempre sólo demasiado.
Ficha técnica