Es seductor, al tiempo que desconcertante, llegar a un libro y no saber nada de su autor, porque no hay premisas de las que partir, ni redes que puedan salvarte de un resbalón. Surgen mil dudas durante la lectura y la interpretación entre renglones vacila siempre en lo incierto. Tampoco es algo fundamental pues el que escribe ofrece -celoso o desprendido- algo de su intimidad al lector, aun sabiendo que no todos tienen por qué haber indagado en su biografía.
De Christian Bobin apenas conozco su nacionalidad, que sólo ha sido traducido al español y que Negro Claro (publicado en Francia, en 2015) – con menos de setenta páginas- es una obra honda. No acertaría si me atreviera a definirla como un compendio de aforismos cuando, a simple vista, emerge la poesía como el germen de la prosa. En sí misma, es un reto. Una habitación con mil puertas camufladas, donde los ojos sólo captan algún objeto desperdigado y, sin embargo, decenas de entes invisibles nos rozan al pasar o tiran de nuestro pelo al girar la cabeza.
Su mensaje no es pesimista, sino existencial, y preguntarse acerca de la vida implica pensar en la muerte, en el amor, en lo aleatorio, en un principio y en un fin, en los límites de la cognición y de la carne. Como bien nos señala Bobin, nadie nos prepara para morir, porque la fealdad de la muerte es tan terrible como las despedidas sin retorno. Por eso, el mundo sigue dando vueltas, aunque todo se derrumbe alrededor y «aprieta con la almohada de sus alegrías sobre mi alma hasta que la ahoga»[1]BOBIN, Christian. 2016. Negro Claro. Zaragoza: Sibirana, p.18. La frontera entre los vivos y los muertos es muy delgada: basta un segundo para que el ser pase al no ser, para que el todo se transmute en la nada. «Tú estás del otro lado de la vida, no demasiado lejos, después de todo»[2]Ibíd., p.9, tan sólo hay una cerca endeble hecha de silencio. Tomar conciencia de esto conlleva un ejercicio constante, que puede abarcar décadas, años de madurez y desequilibrio en el intento de transformar ese concepto del sueño eterno en una realidad, en el abrupto suceso que irremediablemente llegará.
Puede que ésta fuera más llevadera, si no quedara la ausencia, ese rastro inextinguible de los ojos que nos han mirado, de las yemas que nos han acariciado, de las voces que nos han despertado en algún momento inoportuno. La ausencia es la prueba de que hubo un pasado, es la imposibilidad de olvidar. En otras palabras, una especie de placer cruel donde emponzoñarse y renacer. Es presencia en sí misma. La memoria, en este caso, se expande como cualquier fuego y disemina pedazos del otro -del que fue y ya no está- en forma de sensaciones, olores y temblores destructivos. Es entonces cuando el recuerdo de un paseo, cogidos de la mano, puede entorpecer el día de una persona. Aparece, no pide permiso y se instala justo enfrente, para que no puedas escapar. Lo vivido con el ausente le gana el pulso a la muerte y vence las tinieblas: «De ti no conservo más que una pequeña taza de café. (…) Mirarla ralentiza el tren e incluso lo detiene en campo abierto»[3]Ibíd., p. 55.
El autor alude a la escritura y se refiere a ella como un antídoto, también como una forma de inmortalidad donde las civilizaciones han esculpido su existencia. Desde la prehistoria, el humano -con rudimentarios mejunjes- se empeñó en dejar constancia de su paso, a través de pinturas rupestres que relataban sus preocupaciones, ceremonias y prácticas diarias. La comunicación y el lenguaje son la vía de escape, aquello que nos salva y hace que la incertidumbre sea más llevadera. Las conversaciones nos hacen obviar las sirenas de las ambulancias, las fatídicas imágenes que nos llegan de la guerra, las campanas que doblan por un desdichado. «Es imposible vivir sin crueldad. Respirar, ejercer su alegría, ya es hacer daño a alguien alrededor»[4]Ibíd., p. 38 pues, aunque esta huida resulte feroz, no es más que un afán de supervivencia. Y escribir es uno de los pocos caminos que lleva a la eternidad, porque puede que los latidos y el pulso del poeta se detuvieran, pero es indudable que hubo un corazón.
Me aventuro -aun a riesgo de caer en una osadía- a describir Negro Claro como una persona humilde y sabia, como alguien que pasa desapercibido, que se desprecia por su discreción y al que sólo se le echa un vistazo rápido. Podemos optar por seguir caminando y elegir un ejemplar más vistoso -que conocemos por el bombardeo publicitario o por la popularidad del aficionado que lo escribe-, o detenernos a descansar un instante y adentrarnos en su alma. Su belleza y fascinación están en nosotros mismos, en la permisividad que nos demos a la hora de descender en cada peldaño de nuestras dudas.
El negro claro puede confundirse con un eufemismo, con una perífrasis para evitar la deprimente connotación que arrastra el color gris. No obstante, es nuestro tono, la metáfora del día a día: caer y levantarse, perder y ganar, llorar y reír, desengañarse y soñar, abandonar y volver. Los colores rotundos no le sientan bien a todo el mundo. Necesitamos matices y acuarelas que combinen posibilidades, que nos reinventen cada nuevo amanecer en que despegamos los párpados y ponemos los pies en el suelo, asegurándonos de que ya no estamos durmiendo. La oscuridad más absoluta guarda algún recodo donde rascar y descascarillar la negrura, obteniendo un punto de luz.
Título: Negro Claro |
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