El alma de Emily Dickinson era asunto suyo y ella lo sabía. Quizás por eso llegado el momento decidió que ya no iba a salir más de su cuarto. La vida era demasiado pesada, demasiado opresiva fuera de aquellas cuatro paredes y su alma exigía silencio. El de los amaneceres y las flores tras el cristal. Exigía silencio para no apagar su propia llama. Para expandir su propio universo, que se resguardaba sobre sí mismo. Para que las palabras hablaran. Allí encontró algo valioso e inédito para una mujer que vivía en la sociedad puritana de la época: libertad creativa.
Es por sus poemas por lo que podemos tener acceso a un atisbo de la personalidad de Dickinson, la introvertida poetisa que pasaría a ser una de las grandes de la literatura estadounidense de forma póstuma. Sin embargo su vida íntima – la más auténtica – fue y sigue siendo un enigma. Uno más bien etéreo, de pistas complejas y pruebas sesgadas.
Por esta razón podría parecer complicado, incluso osado, llevarla a la gran pantalla. Hay muchos aspectos de su vida que resultan ambiguos. Por ejemplo, si algunos de sus poemas de amor estaban dirigidos a alguien en femenino. Si realmente lo que la llevó al confinamiento autoimpuesto fue una supuesta enfermedad mental. Por qué solo quiso publicar una docena de poemas en vida. Lo que sabemos a ciencia cierta es lo que nos cuentan estos últimos al completo: que le obsesionaba la muerte, la inmortalidad, que no pensaba limitar ni su alma ni su verso a la métrica y puntuación convencionales y que se trataba de una mujer sensible, inteligente y apasionada en su silencio. Resulta acertado de esta manera el título escogido por Terence Davies para su Biopic, A Quiet Passion en inglés, una pasión silenciosa, traducido al español como Historia de una Pasión.
Al inicio del filme la profesora de una joven Emily es rotunda en su reprimenda. “Estará sola en su rebeldía”, le sermonea ante sus maneras poco ortodoxas. Una antesala que nos presenta a una Emily más comprometida con su propia integridad que con el concepto de integridad que tiene el puritanismo severo que la rodea. No será ni la primera ni la última vez que la reservada Emily sorprenda con palabras mordazmente honestas.
Cuando la familia Dickinson observa una ópera desde el palco, el padre comenta “No me gusta ver a una mujer en un escenario” a lo que Emily contesta “Pero ella tiene un don”. Como el suyo propio y como la censura que sufrían las mujeres artistas en el siglo XIX. En otra ocasión también él le advierte de que «su alma no es un asunto trivial». La respuesta de ella es que por esa razón es meticulosa en «proteger su independencia». Los diálogos están cargados de la misma intensidad emocional que los propios versos de Dickinson, condensados y en ocasiones profundos y existencialistas. En parte gracias a ello Terence consigue una sintonía con la obra de la autora y por tanto con su esencia.
Tanto el guion como la puesta en escena hacen de este melodrama algo magistral. Los planos son estáticos y pulcros, dándose en ocasiones extraordinarios travellings que se acompasan con las actuaciones de los actores, destacando especialmente la excelente interpretación de Nixon. Predominan los colores fríos y las localizaciones de interior- fundamentalmente la casa de los Dickinson- . De este modo se crea una atmósfera que de vez en cuando es pesada, pero también bella y pictórica. La estética recuerda más a la tradición centroeuropea que a la hollywoodiense y contribuye a la sensación de intensidad emocional.
«Yo no soy nadie. ¿Quién eres tú?
¿También tú no eres nadie?
¡Entonces ya somos dos!
¡No lo digas! Lo pregonarían, ya sabes.
¡Qué aburrido ser alguien!
¡Qué ordinario! Estar diciendo tu nombre,
como una rana, todo el mes de junio,
a una charca que te contempla».
Título: A Quiet Passion. Año: 2016. Duración: 125 min. Director: Terence Davies. Guion: Terence Davies. Fotografía: Florian Hoffmeister. Reparto: Cynthia Nixon, Jennifer Ehle, Duncan Duff, Keith Carradine. Productora: Hurricane Films, Potemkino.