Casualidad. Mi excesiva tendencia a buscar una explicación razonable a todo lo que ocurre –quizás, mi cerrazón mental- no me permite emplear otra palabra para describir un suceso reciente, como poco, asombroso. Los que dormimos con la radio de fondo sabemos que no es raro despertar de madrugada, alertados por alguna mala noticia o por el interés hacia alguna celebridad o melodía; pero esta vez creí que mi estado febril me hacía alucinar, incluso pensé que soñaba. La otra noche, cansada y débil, determiné dejar pronto sobre la mesilla el libro que acababa de empezar. Stefan Zweig y sus «Veinticuatro horas en la vida de una mujer» podían esperar; al menos, hasta el día siguiente. Serían las tres de la mañana cuando, entre escalofríos y vueltas en la cama, escuché ese título en la voz de Silvia Marsó. Hablaba de un espectáculo musical basado en dicha novela que, al parecer, continuaba su exitosa andadura por distintos escenarios españoles: Teatro de La Abadía de Madrid, Teatro Lope de Vega de Sevilla y otros tantos previstos. Ante semejante revelación no podía hacer otra cosa que escribir acerca de uno de mis autores preferidos, segura de que no me decepcionaría.
Fue una casualidad la que unió, de madrugada, a mi libro de Stefan Zweig y su mención en la radio
Zweig era capaz de rasgar y despegar, tira a tira, el papel pintado que cubre la pared. Sin detenerse ahí, pues siempre existen varias capas hasta llegar al rugoso cemento, al bronco ladrillo, al polvo volátil y original. Su capacidad analítica fluye hacia el existencialismo, a través de la presentación de personajes que podrían ser tan reales como el «tú» y el «yo mismo». Lejos de la crítica moralista, describe, relata y ahonda, como si pretendiera desahogar al lector utilizando a otros, llevándolo hasta la reflexión sobre aspectos mundanos que guardan ecos y enjundia en su recámara.
A menudo, nos detenemos en los ojos, la sonrisa, los andares o el gesto de alguien, sin reparar tanto en sus manos. Las manos complementan el lenguaje, acarician o golpean, perfilan o garabatean, crean música o aprietan el gatillo que lanza un proyectil. Mistress C. aprendió a conocerlas en los casinos: «las hay como de bestias salvajes, de velludos y curvados dedos, que arrebatan ferozmente el dinero; otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que apenas se atreven a avanzar; otras, nobles y a un tiempo viles, tímidas y brutales, vivas y a la vez torpes; y otras, vacilantes…».[1]ZWEIG, Stefan. 2010. Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Barcelona: Acantilado, p. 32 Allí experimentó una explosión repentina que redujo su vida anterior de orden y contención en un solo segundo. Sintió la pasión por primera vez, hacia un joven desesperado, arruinado y dominado por la ludopatía. Ese fuego destructor e incontenible los incendiaba a ambos por igual: a ella por él, a él por el juego.
Al principio, observando su inevitable caída al abismo, sintió compasión por aquel autómata movido por los tentáculos de una adicción. ¿Cómo había llegado a tal estado de alienación? ¿Tanto había confiado en su suerte, en su «estrella» o, simplemente, se creyó invulnerable y vendió su alma al diablo? A ella –mujer, de clase alta y con el futuro resuelto desde el mismo momento de su nacimiento-, aquel títere agonizante le provocó un arrebato de responsabilidad, como una reacción instintiva de auxilio y protección. Puede que la moviera el miedo, la curiosidad o un sentimiento maternal, pero estaba dispuesta a pagarle un hotel y un billete de tren para que regresara a la tranquilidad de su sitio –fuera el que fuese- y así, alejarlo del narcótico que lo sumía en un fango peligroso y cruel: el infierno de perder el control sobre sí mismo. Y sucedió: el fardo humano tomó conciencia de la situación y decidió que aún podía ganar la última partida. «- Ven- me dijo él entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y amarga. Y como si fuesen de acero, sus crispados dedos aprisionaron mi mano»[2]Ibíd., p. 56 y ella se asustó, se estremeció y quedó paralizada ante un extraño que la obligaba a subir al cuarto de un hotel, cuyo nombre ya no podía recordar. Pensó que estaba sola, que no podía forcejear con aquel individuo, con un desconocido que ella misma había acompañado hasta allí. ¿Qué credibilidad le daría el portero que acababa de entregarle las llaves? ¿Qué murmurarían sus conocidos, sus vecinos y familiares si llegaban a saberlo? ¿Qué concepto tendrían sus hijos de ella si supieran de aquel hecho, habiendo transcurrido tan poco tiempo desde el fallecimiento de su esposo? No dijo «no», tampoco dijo «sí». Al día siguiente, «desperté de un sueño de plomo, de la profundidad de una noche como nunca había conocido»[3]Ibíd., p. 59 y vio una estancia desconocida y fea. El ruido de los coches y tranvías se burlaba de ella, recordándole lo que no se atrevía a admitir. El asco y la vergüenza la señalaban desde todos los rincones de aquella habitación, desde todas las esquinas de la ciudad, en todas las salas de baile. Toda la decencia ganada a pulso durante años se desmoronaba en aquella cama, cubriéndola con una pátina de impureza y culpabilidad, denigrándola como mujer –obviando al ser humano-. La dolorosa lucidez bombardeaba sus oídos: «lejos, huye lejos, lejos, lejos…».
Y todas las manadas que galopan por el mundo y todos los verdugos que sentencian tuvieron razón… o no
El autor, a través de este breve relato o confesión, ofrece a la protagonista la oportunidad de ser escuchada, de perdonarse y no restringir sus sesenta y siete años de vida a veinticuatro horas, porque «la vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado»[4]Ibíd., p. 100 y Mistress C. guardaba en algún lugar de su alma demasiado silencio. Toda su existencia había girado en torno a un hombre –su padre, su marido, sus hijos, aquel extraño- y a una serie de convenciones, de mordazas invisibles que asimiló día a día.
«Sólo la primera palabra es difícil. Desde hace doce días me estoy preparando para ser totalmente clara y sincera; espero conseguirlo».[5]Ibíd., p. 25
Título: Veinticuatro horas en la vida de una mujer |
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Muy bien traído y buena reseña. Gracias, María
Gracias a ti, Ana Tere. Hay autores y textos que son inmortales; acabas por encontrarlos en los hechos del día a día.
Un saludo.